Los golpes

7 Nov

Ahora es bullying, antes eran simplemente los golpes. Un ritual iniciático por el que los niños establecen sus relaciones de poder para dejar claro quienes son los fuertes.

Los fuertes necesitan de víctimas para reafirmarse en su fortaleza como el Minotauro, para alimentarse, precisaba de la sangre de doncellas y ahí está el niño rarito, el diferente, para ponerles a huevo la supremacía. Entonces llegan las palizas en el patio de la escuela.

No sé si los golpeadores lo recuerdan, pero los golpeados, ya de adultos, vuelven cada tanto de sus pesadillas a ese mismo patio. Quien no resuelve su infancia, nunca crece y se queda para siempre anclado en ella.

Yo también recuerdo mi propio patio no tan particular, vestido de gris plomizo y carcelario, un lugar siniestro que siempre parecía estar acechado por la tormenta cuando se disparaba la alarma del recreo. El recreo era el espacio idóneo para los golpes, un espacio abierto que no dejaba rincón para el refugio. Por más que te esforzases en ser invisible, te echaban la vista encima y te venían detrás, más brutales en grupo, y se iniciaban los turnos de bofetadas, codazos y zancadillas. La violencia por diversión y porque sí.

Nadie vigilaba, se suponía que estábamos jugando. Mi patio era el patio de una escuela pública, cutre y desfasada en plena edad del desarrollo, un fragmento de posguerra que parecía haberse enquistado en la ciudad como un islote entre los altos edificios. Para el desayuno, la asistencia social nos obsequiaba con pulevines, batidos de chocolate o fresa, y la señorita del bolso blanco, enérgica y gordísima, nos daba clases de todo, también de educación física. Enseñaba las flexiones diciendo “un, dos, papas y arroz” y por el esfuerzo al agacharse, se le escapaba claro y nítido, un tremendo cuesco.

Según le había profetizado aquella maestra a mi madre, yo no llegaría a nada en la vida, por lo que me había asignado la última banca, que compartía con Bartolomé el Mocoso. Teníamos entonces tres años y el mismo gusto por pintar garabatos en la pared.

La maestra, de vez en cuando, ponía en fila a algunos niños delante de su mesa para pegarles con la regla en la palma de la mano. A nosotros nunca. Se suponía que éramos tontos, pero no malos.

En defensa de mi escuela, podría decir que allí no había racismo. A Bartolomé le llamaban el Mocoso, aunque mocos no se le veían, cuando le podían haber llamado el Gitano, que sí lo era.

De él, recuerdo que era mi único amigo y que le gustaba regalarme catecismos. Eso estaba bien, pero luego llegaba el recreo y volvían los golpes de los listos de la clase, de los fuertes. Y, al final de las clases, regresaba a casa sin cuadernos ni lápices, con algunas pinzas de tender en la cartera y un poco de pipí en los leotardos.

Por fin, mi madre decidió cambiarme a un colegio de monjas y empecé a vivir en paz. Allí conocí la plastilina y la disposición circular y democrática de las mesas en el aula. He leído historias tórridas de monjas malignas y maltratadoras, pero yo de mis monjas nunca podré hablar mal. Fueron las primeras personas civilizadas que conocí, después de Bartolomé el Mocoso.

Aquel patio de la escuela duró cuatro meses de mi vida y, sin embargo, nunca se borró de mi memoria. Después de tropecientos años volví a Jaén y lo reencontré sin mayor esfuerzo. La escuela no, pero el patio seguía allí y allí volví a sentir los golpes, porque los golpes de la infancia nunca dejan de doler ni de pesar en la espalda como un lastre. Marcan una temprana joroba existencial de la que es casi imposible recuperarse.

Ahora se llama síndrome post-traumático y, aunque no es probable que tenga cura, al menos tiene diagnóstico. Se lo acaban de reconocer a un menor de quince años que sufrió acoso por parte de sus compañeros de colegio desde los cinco a los diez años, lo que incluía vejaciones y agresiones constantes y la lesión de uno de sus tímpanos que fue perforado con un bolígrafo.

El chico, debido a tales daños, convive con una disminución psíquica del 33% y sobrevive a base de una fuerte medicación antidepresiva. Con suerte, superará el sentimiento de culpa y las tendencias suicidas y muy lentamente podrá reestablecer algo de su autoestima o disimular la falta de ella y, en el mejor de los casos, pérdida la fe en el género humano, se creará una máscara de cinismo que le defienda de nuevos golpes, pero será muy difícil que alguna vez se libere de la desconfianza y el miedo y, ante cualquier aproximación afectiva, no salté como el gato apaleado. Los golpeados llevan para siempre en el corazón la señal de alerta y saben que sólo con bajar un poco la guardia, volverán a encajar por sorpresa otro golpe.

4 respuestas a «Los golpes»

  1. Los patios de recreo fueron a más en España. Es decir, toda la presión comprimida de las décadas anteriores, no por falta de espacio, que patio era, las más de las veces, el mismo campo, sino por miedo al “castigo doble” (el que te imponía el maestro, si te portabas mal y después, en casa, la que te daba tu padre, que casi siempre se enteraba del asunto) se fue desinflando y a partir de la manida Transición – es que vale para todo – las autoridades de la época, haciendo alarde de apertura y visión de futuro, mezclaron los niños con las niñas, en irónico contraste con los muros de colegios e institutos, donde el color gris dio paso al ladrillo vista, que se alzaba cada vez más y más monolítico; y sobre las tapias pusieron alambradas. El exterior de algunos de estos democráticos recintos hacía evocar los tétricos muros de Mauthausen, sobre todo los días fríos y nublados que afortunadamente, por estos lares, son pocos. Con ello, la presión y el subsiguiente golpe, volvieron a subir, solo que ahora sin apenas contención legal ni paternal, para ser descargados sobre el débil de siempre, extendiéndose también, con el paso del tiempo, a la clase docente, algo inédito en la historia, de lo que darán fe en el futuro las grabaciones realizadas in situ por los implicados, saltándose la ley a la torera, como si fueran Artur Mas.
    Dicen ( los biempensantes y supongo que bien comíos) que estas y otras cosas que suceden son el precio a pagar por el sistema de libertades que disfrutamos, golpes incluidos. ¿Para qué vamos a hablar del sistema(s) educativo(s) de la España plural? Con lo sencillo que era… Una muestra:

    http://www.youtube.com/watch?v=fQSZNx4Mjeg

    Saludos. Buenos días a tod@s

  2. Somos animales, tenemos costumbres adquiridas a lo largo de más de miles de años. Sin lugar a duda esta vida de estrés que nos asalta, es antinatural a como ha vivido nuestra especie. Nos atraerá la novedad de la modernidad, pero será momentáneo, volveremos siempre a nuestras raíces naturales.

    Mi padre, ahora que en paz descanse, cuando mis hermanos y yo nacimos, era un “asalariado campesino”, en la Andalucía rural de los años sesenta. Mi padre trabajaba y se ganaba la vida, como tantos padres de los críos de entonces, no más. Éramos felices, sin lugar a dudas. No pasábamos hambre, no teníamos juguetes, no íbamos de viaje ni de excursión, éramos felices, no me quejo. Cuento que somos lo que hemos vivido. Cuando lo vivido es natural a nuestra especie, la añoraremos con más fuerza.

    Trabajábamos en las tareas de casa y campo, cuando no íbamos a “perder el tiempo” a la escuela. No prestábamos interés ninguno en la escuela. Jugábamos a hurtadillas, sin juguetes, buscábamos nidos, echábamos el hurón de furtivo a los conejos, competíamos por subir al árbol más alto. Costrones en las rodillas siempre. Apedreábamos perros vagabundos, cuando nos peleábamos, nos apedreábamos entre nosotros. Cicatrices de muerte en mi cabeza. Niños salvajes, niños canijos, niños vivos, niños despiertos, niños traviesos, niños felices.

    Con 14 años, rompí aquel camino, con consentimiento y cariño de mis padres. Empecé a estudiar algo para civilizarme.

    Ahora, vivo de trabajo privado burocrático, luchando contra administraciones, jueces, abogados, enfin, un maizal, mi mamaizal …….Me sustentan estos “mis queridos campesinos”.

    Vivo en el campo, lleno de añoranza de mi niñez en todo momento. Tengo, como quién tiene un picasso, un pequeño huerto, de tomates, pimientos, melones, sandías, etc….

    P.D.- Lola, Winspector, alegría leerles. Les sigo a menundo. Gracias.

  3. En el patio del colegio un niño llora.
    Afuera, el afilador chifla en la calle
    esperando el estilete de los ultrajes.
    Es esa hora en que se junta la infancia
    con finas hojas.

    La historia de nuestra escuela es la historia de un inhóspito páramo en que defenderse obligaba a heroicidades contra el aula, contra el maestro y contra uno mismo. Luchar contra todo eso era tan difícil que el resultado acababa en la obsecuencia ante los demás. La infancia, como Felipe II, no puede luchar contra los elementos. Es cierto que la infancia condiciona el resto de la vida, hasta el extremo de que la vejez quizá sea una infancia agravada, un tipo cualificado de pasado que se manifiesta en el presente bajo una epifanía deletérea, donde ya no caben rectificaciones porque lo recto se torció en la primera parte del camino. Si se da cuenta, doña Lola, la cosa tiene su estructura, su sistema de funcionamiento, es decir, un espacio, un tiempo, una víctima y un connivente por omisión: el patio, el recreo, el tonto útil y el maestro omisivo. Si esto es un edificio construido sobre plano con licencia de primera ocupación (metáfora), a lo mejor el tonto y el victimario no eran tan culpables per sé, sino que era el fascismo el que había metido el aire en las neumónas del oprobio y en el globo de la infancia, pá entendernos, vamos. La escuela pública era un espacio muy democrático donde se botaba sin urnas al débil, así lo recuerdo yo, y si alguno en su temeridad sacaba un alma o arma del pecho contra los poderes fáctico de la infancia irascible, era considerado como un locuelo, como un justiciero parvo a lo Gran Torino. Yo recuerdo el día en que el separatismo se acabó entre niños y niñas y nos juntaron en un aula mixta, allá en los setenta. Recuerdo perfectamente como salíamos del aula masculina y caminábamos por un pasillo hacia una clase en que ya nos esperaban las niñas. Creo recordar que fue en sexto de EGB, hasta sexto estuvimos separados: de alguna forma nos separaron para el resto de nuestras vidas, y siempre que vamos hacia una persona del sexo opuesto nos dirigimos con complejo de visitante a la espera de que la mixtura no extrañe ni entre en conflicto con el Onán que llevamos. Es una exageración esto que digo, pero al separar a niños y niñas en las aulas, lo que se consigue es el fomento del otro como antítesis y no como la tesis que, en combinación, haga síntesis (perdón por lo marxista, no lo soy), con lo que se pierde el fomento de las habilidades sociales y, treinta años después, un ligue se malogra por la incapacidad suasoria que se forjó en las lindes separadoras de aquellos terrenos de mucho urbanismo-patio y poca urbanidad, que fueron los setenta. Sin embargo, como la única biografía es irrenunciable, siempre predomina el pasado como el locus amoenus que no cede ante ningún averno, aunque lo hubiera. Así que no corrijamos a estas alturas ni siquiera las tildes, que la fuerza de la prosodia del hoy siempre convalida todo pasado mal escrito (metáfora). Saludos a todos.
    PD: Es tarde y no tengo tiempo de referirme al cuesco docente ni a los leotardos. Igual otro día.

  4. La brutalidad era un modo biológico y primario de actuar en aquellas aulas con resabios de posguerra, luego, con el progeso democrático, los comportamientos agresivos remitieron, fueron otros. Los alumnos ya no se pegaban, pero, llegados a los quince, fumaban porros en los pasillos, bebían litronas de cerveza en los patios del instituto mientras hacían piarda y se daban el lote desparramados por las escaleras. Eso duró un tiempo, luego se prohibió y se volvió a la violencia. ¿Qué es peor? Todo es peor. Los Institutos deben ser referentes de conductas civilizadas, de formación, de cultura y, por ello, de paz y sanas costumbres. Nada más y nada menos y en eso tenemos que estar todos. Nos va el futuro en ello. Es lo más serio de lo que nos podemos ocupar!!

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