Siempre nos quedarán las rebajas

11 Ene

rebajas2Como nos deprime lo mucho que hemos gastado en Navidad, vamos a consolarnos a las rebajas para así gastar más todavía. Las rebajas son una fórmula ideal que nos permite gastar sin remordimientos y, de paso, llenar la casa de objetos del todo inútiles. No te hacen falta unos pantalones pero te llevas tres porque pagas tres por el precio de dos. Encima te quedan como un tiro, pero, total, te han costado todos treinta euros, pues vale. En las rebajas no hay tallas, y qué, te compras ese jersey enorme para cuando engordes y esa diminuta falda para cuando adelgaces y vuelvas a cumplir quince años. Oye, que la dependienta, sin afán alguno de lucro, te ha dicho que te queda genial y tú has podido comprobarlo en ese espejo del probador donde, de repente, eres más alta y más delgada.
Así vas de tienda en tienda, de sección en sección, acaparando bolsas y dándole al rascado de la tarjeta de crédito, que ésa es otra, que, en ese feliz ataque de euforia adquisitiva e omnipotente, te crees que el crédito es dinero tuyo y no del banco, como luego podrás comprobar por los altos intereses que te cargan a tu exhausta cuenta. Los bancos son como los amantes traicioneros que un día te lo dan todo y al siguiente te lo quitan. Recibes en el móvil un mensaje de texto ilusionante del tipo “¿Quieres disponer ya de doce mil euros?” y te crees que no por usura sino por puro altruismo te lo acaba de enviar tu ángel de la guarda. Por más que el tiempo que suele responder con el azote del desengaño te demuestre que quien regala de repente doce espera de vuelta dieciocho. Así somos todos los humanos; algo ingenuos e idiotas. También yo he participado de una etapa de compradora compulsiva –casi ninguna compulsión me ha sido ajena- de la que conseguí curarme, apunten, con la siguiente terapia. Esto es, me fui a vivir lejos de los comercios seductores. En mi barrio, se puede decir que la tienda más tentadora es el Mercadona. De modo que, cuando me encuentro en algún momento bajo, bajo. A comprarme dos carpaccios, un mousse de chocolate con naranja y un bote de friega-suelos al aroma de jabón fresco de Marsella. Pero, por el momento, me quedo aquí pasando revista a mis recuerdos de las últimas fechas festivas. Los mismos de todos los años, más o menos. La Navidad no es mi festividad favorita; son días, en fin, en los que se suele invertir mucho dinero para después aburrirse como una ostra. El frío obliga a reclusiones de muchas horas de televisión, con esos espantosos programas especiales de Nochebuena y Nochevieja tan falsos y congelados como los langostinos y allí, después de la comilona que en esa ocasión se tercie, bajo las faldas de la mesa camilla, el personal aguanta las flatulencias, o no, lo cual agrava sobremanera la situación. Francamente, hubiera preferido que el niño Dios naciese en julio, así podríamos celebrarlo con una barbacoa en el jardín, mientras los niños entretienen su aburrimiento a base de ahogadillas en la piscina y no a grito limpio y plena hostia en medio del salón y, de paso, las suegras y cuñados podrían odiarse con un poco de más distancia de por medio.
A tales cuitas hay que añadir el casi inevitable desengaño en que consiste la velada de Nochevieja, noche que desata tantas expectativas que, por pura lógica, ha de acabar defraudando. Da igual la casa, el lugar o local que elijas; el desenlace suele ser los pies machacados, el rimel corrido bajo el antifaz, varias carreras en las medias; un colocón del quince aliñado o no con alguna diarrea y tu novio vomitando con la cabeza metida en el váter. Qué me dices? Que venga tu mamaíta? Vamos, hombre, que ya no cumples los treinta y cinco.
Si, al menos, pudiera creer aún en los Reyes Magos…pero a estos, desde muy temprana edad, ya los pesqué por sus sospechosos regalos.
Me decía yo que aquellos Reyes que, en lugar de la Nancy, te traían los dos tomos de El Quijote me sonaban a mí de algo.
A Papa Noël lo conocí con dieciséis años y no digo que no fuese cariñoso. Tanto que, con muchos guiñitos, me regaló a mí todos los caramelos mientras hacía caso omiso de mi hermano pequeño al que llevaba yo de la mano. ¿Qué te ha regalado Papa Noël? Preguntaron luego mis padres al niño. Nada, Papa Noël es un viejo verde, contestó el chaval justamente enfurruñado.
Y para qué seguir en casa, envuelta en este amasijo de tristes recuerdos, me digo yo. Vamos que ahora mismo me bajo al super a comprarme un carpaccio –si es que quedan-.

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