Hubo un tiempo en que cada familia, cada pueblo, cada barrio, tenía su retratista de cabecera como la familia real su pintor de cámara. El retratista, con paciencia de artesano e inspiración de artista, acechaba tras su objetivo, ese momento mágico en que el alma del retratado se asomase en ese gesto intransferible por el que la posteridad pudiera leer en los rasgos del ancestro como en un libro abierto hasta lo más íntimo de sus entretelas. El buen retratista como un médium radiografiaba el espíritu de sus clientes en un fogonazo perfecto cargado de precisión psicoanalítica, imprimiendo en sus fotografías una carga emotiva que consigue aún impresionar y conmover a través de los siglos. De estos alquimistas del alma humana que, a través de sus logrados retratos, narraron sin necesidad de mil palabras los claroscuros de las sagas familiares y el ritmo del misterio en los rostros de los habitantes del pasado hay trasuntos literarios como el inolvidable Ramiro el Retratista de “El jinete polaco” o el fotógrafo Rovira en “Las bailarinas muertas” de Antonio Soler. Personajes que sospechamos tras esas firmas de autor, ahora remotamente anónimas, que figuran al pie de esas inquietantes fotos de antepasados que ilustran las paredes de las viviendas rurales o se guardan en el fondo de un armario en una caja de galletas como un secreto y oscuro panteón familiar. Parientes de intrincada raigambre genealógica; primos segundos de tatarabuelos por parte de madre, concuñados del bisabuelo, niños antiquísimos, fallidos por un mal resfriado, abocados a una infancia eterna en el candor de sus añejos tirabuzones y algún señor decimonónico de ilustres bigotes de quien nadie ya sabe averiguar su ascendencia y cómo ha ido a parar allí. Todos difuntísimos pero con una mirada de hace un momento, captada con una locuacidad que resiste al paso de los tiempos veloces y la propia muerte y los rescata del limbo de los recuerdos para descubrírnoslos en toda su presencia pujante y elocuente. Éste era el arte y la magia del retrato, de un oficio casi místico que se ha perdido a favor de la instantánea fullera y la voracidad perecedera de la cámara digital que, en pro de la cantidad, pierde su calidad de emblema testimonial como documento preciso que informa puntualmente de los ciclos de cada biografía. El retrato antaño como un rito se ajustaba a perpetuar al ser humano en sus etapas decisivas; el nacimiento, la Comunión, la boda y la defunción; ésta última tradición macabra que se practicaba con la intención de atrapar el último suspiro del cristiano y su conformidad plácida en el último viaje como queda reflejada en el filme de Amenábar, “Los otros”. Con esas escuetas imágenes captadas por la maestría del profesional era suficiente para dar fe sobrada del paso del mortal por el mundo, tanto que un siglo y medio de parentelas cupieran en una caja de galletas y una sobremesa al rescate del pasado sin aburrirse de abrir archivos en el ordenador que en la fragilidad de la perecedera memoria virtual acabe, en un plis plas, comiéndose un troyano.
Por otra parte, se echa de menos la solemnidad del ceremonial que conllevaba la visita al retratista, desplazando a los lugareños del pueblo a la capital ataviados con sus mejores galas para posar ante el exótico fondo del decorado que, en el estudio del retratista, transportaba al aldeano a un lujoso palacete árabe o a la antigua Grecia en la melancólica decadencia de clásicas ruinas bajo un prodigioso atardecer; imágenes que más bien se tomaban en la madurez con la idea de dar segura cuenta a los deudos venideros del estado de prosperidad al que había llegado el ancestro. Pocas, escogidas y cargadas de significativo simbolismo, frente a esta promiscuidad del fotografismo compulsivo, esa nueva moda juvenil del “foting”, consistente en fusilarse a fotos digitales constantes e indiscriminadas en las sucesivas fases etílicas del botellón que terminan en sesión churrigueresca del facebook, yo prefiero el arte perdido y antañoso del retrato en su justa medida y momento preciso. Guardar la imagen celosamente para el objetivo artístico y clarividente de un profesional, antes de que las cámaras que todo lo ven como el Gran Hermano de George Orwell, de las calles empiecen a invadir el propio hogar y nos vigilen los placeres y los días. De trapillo y como a nadie le importa.
El ojo que te ve
11
Dic
Pasas del humor a la poesía a la reflexión, la ternura y hasta el horror con todos los matices de una gran escritora. Bravó
Cuánta poesía en tan poca prosa. Delicioso.