Antaño el vino no era alcohol, sino sólo una costumbre. Una sana costumbre que aprendían los niños antes de sus primeros pasos. Más que las tradicionales nanas, al bebé le garantizaba largos y profundos sueños un chupete bien empapado en vino, tal que la madre, tras aquel gesto otrora natural, pudiese ir tranquila a trabajar al campo, cocinar o sentarse con la costura en el regazo a escuchar junto a la radio su folletín favorito. El vino como elemento básico del botiquín acompañaba al españolito desde su cuna; siendo reconocido medicamento que no dudaba en administrar la más próxima parentela a sus criaturas contra cualquiera de sus dolencias. Cuando dolía la panza, cariñosamente la tita o la caritativa vecina suavizaba la digestión del pequeñuelo con un huevo hervido en vino blanco y, si de otro modo, el nene-a se mostraba inapetente, no había nada como darle un vasito de Quina “San Clemente” o “Santa Catalina”, vino dulce que ya venía bendecido con nombre de remedio santo, de aspecto y sabor similar al Lacrima Christi o vino de misa con el que el sacerdote mojaba la Sagrada Forma en la ceremonia de la Primera Comunión. El vino, presente en singulares episodios bíblicos como “Las bodas de Caná” o “La Última Cena”, ha sido durante siglos en nuestra cultura judeo-cristiana, símbolo de comunión fraternal; alimento sagrado por antonomasia. Y quien dice vino, dice también licores, pues parece que no haya habido monasterio sin alambique en el que aplicados monjes, según receta milenaria, no elaborasen elixir espiritoso de milagrosas propiedades curativas o abadía productora de tal cerveza que no se la saltase un galgo. Desde el plano religioso al profano, el alcohol ha sido un rito, cuando no un hábito tan natural que, en el pasar de otras épocas, no ha merecido la pena cuestionarse. De la mañana a la noche, cada día, se ha bebido sin plantearse que aquello fuera vicio o pecado. De madrugada antes de casi despuntar el sol, el orujo o aguardiente que caldeaba el cuerpo y templaba las fuerzas de campesinos y pescadores, el carajillo del obrero o el más refinado sol y sombra de los empleados de oficina, a media mañana el tentempié regado de cerveza, ese bocadillo del albañil indigerible sin una buena litrona y luego las tapas de casi todos en el bar previamente al almuerzo sobre la mesa familiar donde nunca había de faltar la botella de vino como tampoco en la alacena el coñac o más popular brandy “Soberano”, que es cosa de hombres. El hombre que bebía no era considerado “bebedor”, según término despectivo de nuevo cuño, sino un hombre en el sentido total de la palabra, con todo su pelo en el pecho. Tan sospechoso de poca virilidad resultaba el chaval que iba de fantas como aquel que usaba desodorante. Según he tenido oído en una máxima popular de raigambre no tan añeja, “el hombre tiene que oler a vino, tabaco y sudor. Y lo demás son mariconadas”. Entre las mujeres, cierto, el consumo etílico ha estado peor visto, limitado en señoras y señoritas al aperitivo de Jerez, Moscatel o vermú, aunque traspasada cierta barrera de la edad y el desengaño, resultaba bastante común la figura de la anciana que, a hurtadillas o en compañía de sus colegas de Tute, le daba al Chinchón en franca demasía hasta volverse algo procaz y deslenguada.
A menos que echemos mano de alguna memoria histórica, caeremos en la cuenta de haber vivido en una sociedad de tradiciones, ritos y costumbres alcohólicas hasta las trancas; no ha habido fiesta ni feria que no haya incluido en su programa de actividades el levantamiento de vidrio en barra fija ni ocio, tras el trabajo, que no se haya empleado en el bar mucho más que en el museo, la biblioteca o el cine. Aún en cada barrio, en cada pueblo, pueden verse a los supervivientes de estas antiguas generaciones, abarrotados en los bares hasta el cierre, dándole al pirriaque por no perder la costumbre. En cierto modo, se puede decir que los jóvenes no han hecho sino heredar los hábitos de sus ancestros, aunque hayan cambiado de forma y espacio el rito y lo encuadren en un espacio limitado de tiempo. Los jóvenes de hoy beben los fines de semana, los de antaño lo hacían cada día. Eso sí, en bebercios autorizados y tal vez con mayor discreción. Aunque no nos bastaría ni con mil páginas más para relatar las pendencias que, bajo los efectos del entrañable y ancestral pirriaque, poblaron de estragos de navajazos y pedrada limpia el memorial de verbenas y tabernas.
Sobre las violaciones y crímenes que ciertas bestezuelas, euforizadas por el líquido elemento, cometieron en aquellas fechas del país, también podríamos remitirnos a una larga lista de presuntas víctimas que no han dejado de figurar como “desaparecidos-as”. Antaño la policía funcionaba de otra manera. De momento, nunca hubieran detenido al nieto de un Duque.