Para que hubiera mujeres de vida alegre, tenía que haber mujeres de vida triste y viceversa. Las mujeres de vida triste eran honestas, unas santas, educadas para ser llevadas a los altares, como los mansos animales destinados al ara expiatoria, aleccionadas en la sobriedad y el sacrificio. Entre las cuatro paredes de su casa, de la cárcel del hogar al que habían de entregarse en cuerpo y alma, cual sacerdotisas de un culto religioso, salían sólo a misa y al rosario, los rostros cubiertos de negros velos, la mirada baja a la altura del devocionario; sumisas en el temor de Dios y el respeto al marido. Las mujeres honestas, sin conocer más mundo que pudiera contaminar su idiosincrasia de esposas abnegadas ni estudios que le desarrollasen alas de rebeldía, de altanería, en su bendita ignorancia, fuera de las artes culinarias o del primoroso bordado con el que adornaban desde niñas el ajuar, pasaban de donde las monjas, niñas aún, a donde el esposo, un señor, en bastantes ocasiones elegido a gusto de su familia, del que criaban un buen chorro de hijos –todos los que Dios quisiera darles- procreándolos en la santidad del tálamo bajo la mirada vigilante del Ecce Homo. Con más dolor que placer- en la mujer honesta el placer era pecado- daban lugar al justo y mecánico trámite para quedar de nuevo encinta, la mirada clavada en el techo, las uñas crispadas pellizcando el colchón, desnudando a tientas, en la oscuridad, apenas la exacta porción de su cuerpo, útil a la tarea reproductora; cumplir con los deberes conyugales, que se llamaba. Para la mujer honesta no había más que deberes, tareas, obligaciones y una gran soledad en la que llevarlas a cabo. El marido, ese gran ausente sino a la hora del almuerzo, siempre bien dispuesto a punta de reloj, prefería pasar sus ratos de ocio en la taberna y, más que de cuando en cuando, en el prostíbulo. Todo señor respetable se preciaba de tener una señora honesta en casa, pero, llegado el momento de la diversión, daban de lado a la mujer de vida triste, con la cual se aburrían soberanamente, y buscaban a la mujer de vida alegre. Las mujeres de vida triste eran perfectas casadas, las mujeres de vida alegre eran putas; putas a mucha honra, como ellas se definían sin caer en la paradoja ni el auto-insulto, pues se consideraban profesionales de un oficio que “habían elegido no por necesidad sino por vocación”, como afirmaba Herminia, la protagonista del libro de Diego Ceano, “Memorias de una ramera malagueña”. La prostituta cumplía con una labor social, reconocida e incluso respaldada durante el curso de la historia por la propia Corona y los ministerios oficiales. Hasta los más estrictos moralistas consideraban justo cultivar la doble moral por la necesidad de escapar de la asfixiante moral única, mientras que las esposas perfectas hacían la vista gorda, educadas también en la comprensión hacia la debilidad congénita de los hombres que disfrutaban con aquellas mujeres que se comportaban, de igual a igual, como compañeras y gozaban como hembras de los placeres de la carne sin hacer remilgos a la luz encendida, la desnudez completa o cualquier fantasía sexual, abominable a los ojos de las estrictas señoras de sus clientes. Conocían palmo a palmo el cuerpo del varón y su manera de sentir a veces tan frágil,inhibida bajo esa máscara de macho duro, insoportable estigma aparejado al llamado sexo fuerte. Las casas de tolerancia también lo eran porque sus inquilinas, las prostitutas, toleraban la vulnerabilidad de los varones, sus llantos, sus confesiones inconfesables y sabían escucharlos como amigas. Cual colegas participaban de sus hábitos y sus vicios; bebían, fumaban y compartían sus juergas hasta llegar la madrugada. Eran las amazonas, las mujeres liberadas, que preferían los varones cuando todavía ni se hablaba de la liberación de la mujer y, de no caer en manos de un vil proxeneta, disfrutaban de la vida más que las señoras respetables. De putas de vocación y oficio, tenemos plagada la historia de la literatura; Desde “La lozana andaluza” a “La romana” de Alberto Moravia, “Las mil noches de Hortensia Romero.” de Fernando Quiñones, “Memoria de mis putas tristes” de Gabriel García Márquez hasta la mencionada biografía de una ramera malagueña de Diego Ceano, así como la cinematografía, “Las noches de Cabiria” o “Irma la dulce”, entre otras.
No obstante, llegados a fecha de hoy, este oficio, no exento de nobleza y dignidad antaño, parece haber caído en desgracia a manos de mafias explotadoras que practican la trata de blancas y de negras, mercadeando con la pura necesidad de supervivencia. Nigerianas, rusas, colombianas que, por pagar su pasaporte a una vida mejor, se ven arrastradas a venderse en carne viva en plena calle. Que hacen ruido, dicen los vecinos del polígono de Guadalhorce, que llenan las calles con sus gritos de pelea y la ensucian de preservativos usados. Habría, sin embargo, que observar que la oferta crece al mismo compás de la demanda y preguntarse cuántos de los mismos que claman por erradicar la prostitución callejera, recurren a estos mismos servicios. Que el oficio más antiguo del mundo siga tan en boga en la actualidad, depende del volumen de clientes, que, por lo que se ve, son legión. La doble moral continúa campando por sus respetos.
Lola!, lo que has escrito podría complementarse para más información clickleando en éstos links:
http://es.wikipedia.org/wiki/Prostitución
http://www.frikipedia.es/friki/Puta
cómo diría «Caribe» de Periana…
«¡vamos al Honolulú!»…
KARATE SLAM.
chapó! me quito el sombrero tras leer este artículo.
Genial el razonamiento etimológico y muy lógicas conclusiones.
Regulación del trabajo de la prostitución ¡ya!
No más contrabando de personas, no más proxenetismo, no más hipocresía, por favor.
Un saludote!
Dice Simone de Beauvoir que, para acabar con la prostitución hay un remedio, cual abolir el matrimonio.