De pequeña soñaba a menudo que tenía un rabo. Era una pesadilla recurrente que nada tiene que ver con la envidia de pene como, seguramente, hubiera señalado algún psicoanalista. Mi rabo era un rabo de animal primitivo que salía del coxis, como la cola de un megalosaurus aún infante. Era un rabo erecto y rebelde –insisto en desechar burdos chistes o metáforas freudianas al respecto– que mi madre había de vendar cada mañana para poder ocultarlo a las miradas malévolas debajo de la falda tableada del uniforme. De este modo, tenía que sentarme incómoda en mi pupitre sobre el bulto de mi propia cola, con el temor de que las demás niñas la descubrieran y servir así de blanco de escándalos y burlas. Mi colegio era exclusivamente femenino y sé que la interpretación onírica de sospecharme varón entre las hembras queda a huevo, pero ya digo que no hay que enfocarlo de este modo tan ramplón. Ahora tengo datos.
Aquella pesadilla que creció al mismo tiempo que mis piernas –y mi rabo– me angustiaba progresivamente, ya que cabía el pavor a que no quedasen más dobladillos que sacar y, al fin, la falda cada vez más corta del uniforme dejase al descubierto la cola delatora que me catalogase de bicho raro. Por aquellos tiempos no estaban generalizadas las actuales teorías sobre la inclusión de todos y todas los alumnos/as en las aulas y mi diversidad no hubiere sido aceptada, sino como motivo de discriminación y coña marinera. Dada mi tendencia a la abstracción enajenada, tal que llegaba a hacer dudar a los profesores de mis competencias cognitivas, las aparatosas botas ortopédicas con las que podía correr con la presteza de un robot y mi vocabulario rebuscado de novela decimonónica, ya pasaba por rarita, pero lo del rabo hubiera sido, en definitiva, la repanocha y lo más seguro es que acabara expuesta en la jaula de un tenderete de gitanos como un fenómeno que exhibir de feria en feria.
Pese a no haber olvidado nunca esta reiterada pesadilla infantil que aún me angustia de tanto en tanto, jamás he ido a consultar su sentido al diván de un psicoanalista. No creo demasiado en el psicoanálisis y mucho menos en los psicoanalistas de los que opino que o bien no dicen nada o dicen siempre lo mismo; interpretaciones que yo misma puedo adelantar con lo poco que sé de Freud. El psicoanalista más simplón me hubiera salido con la mandanguilla de la envidia de pene, aderezada de alguna fantasía incestuosa y el más prudente me hubiera advertido sobre mi propio miedo a sentirme diferente. Pero, bueno, lo que no descubre el psicoanálisis, lo explica la antropología o la arqueología o ambas disciplinas y, con el hallazgo de nuevos datos, me siento plenamente aliviada de mis antiguos temores. Me maravilla –y consuela– saber de la identificación de un primate de hace 47 millones de años en el yacimiento de Messel (Alemania) como muestra de uno de los primeros restos humanos. El tal fósil, bautizado científicamente con el nombre de Ida era una hembra que, sin duda, entronca con alguna de mis milenarias ramas familiares. Advierto que Ida tiene rabo y eso arroja luz sobre aquellas angustias mías de la infancia. Nada más natural que en sueños echase de menos aquella cola de primate que correspondía a mi capital genético natural y que debió quedar amputada por algún eslabón de la evolución humana. Desgraciado eslabón, pues opino que, en aquella época de primates con cola, añorada en mis sueños, tuvimos que ser más felices. Esta especie de lagartijos que aparecen en las imágenes del noticiero eran pacíficos, vegetarianos y únicamente se alimentaban de frutas, semillas y hojas. Una delicia de bichos que nada sabían de las sangrientas prácticas de la cacería y sus corruptelas de fondo, ni necesitaban trajes costosos que hacerle pagar al erario público. Los prefiero mil veces como ancestros a aquellos brutos de los gorilas que, después de haber perpetrado cualquier salvajada, se golpean el pecho, prepotentes, como si hubieran hecho la gran cosa. Miro alguna foto de Berlusconi e intuyo alguna nueva teoría. Va a resultar que algunos humanos proceden del chimpancé y otros de los lagartijos como Ida. Los primeros avasallan y toman el poder de modo brutal y los segundos dejan vivir y son felices. Lo malo es que conservamos el rabo simbólico, no siempre invisible a los ojos de los monos brutales. Y, difícilmente, se nos perdona la diferencia.
El primer primate
22
Jun
Ya funciona. Enhorabuena por entrar en la blogoesfera.
Prometo volver y comentar.
José Luis.
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