Hoy termina la Semana Santa. Unos la han vivido como un deseado período de vacaciones, otros como una semana especial de trabajo (ya que Jueves y Viernes son festivos, por Santos) y otros como un intenso tiempo de espiritualidad. Para todos ha sido la Semana Santa. Y en esa mezcla extraña de palabras, sentimientos y prácticas sociales se encierra un grave peligro. El peligro de que, en un Estado oficialmente laico, los integrantes del grupo religioso quieran que todos estén dentro de su misma mística. El peligro de que porque haya Semana Santa, tenga que haber también Sociedad Santa. Es decir, una sociedad regida por los principios de un determinado credo. A un entusiasta feligrés, más papista que el Papa, le he oído decir en una tertulia radiofónica que quienes se declaran agnósticos o ateos no deberían disfrutar las vacaciones de Semana Santa. Venía a decir que qué cara tienen estos, a su juicio, incongruentes ciudadanos. ¿Es que renunciaría él a las vacaciones de esta parte del año si se denominasen Vacaciones de la Exultante Primavera?
Los obispos saben mucho de estas tentaciones totalitarias. Ellos, que llenan las calles y las televisiones de imágenes y oraciones. Los obispos olvidan frecuentemente que vivimos en una sociedad diferente a la de hace algunos años. Una sociedad en la que Iglesia y Estado formaban una alianza inextricable. Los obispos bendecían a los poderes públicos y los poderes públicos intervenían en el nombramiento de los obispos. Eso se acabó, afortunadamente para todos. También, creo yo, para la Iglesia.
Más exacto sería decir que debería haber acabado. Porque ahí tenemos a los señores obispos diciendo un día tras otro lo que todos deberíamos hacer y pensar. Resulta curioso cómo, a través de la televisión pública, tenemos que escuchar la opinión del portavoz de la Conferencia Episcopal sobre cada cuestión que afecta al país. Se dice que tienen derecho a opinar como cualquier otro ciudadano. Nadie lo niega. Pero lo cierto es que no opinan como cualquier otro ciudadano. ¿Quién dispone de los tiempos y medios que utiliza monseñor Camino, portavoz de la Conferencia Episcopal Española, para decir en televisión lo que piensa (y lo que deberían pensar los demás)?
Quieren imponer la asignatura de religión como una más del currículo, olvidando que la catequesis ha de tener su lugar en las parroquias. Porque los señores obispos no son partidarios de la clase de religión sino de una auténtica catequesis que forme a los escolares en la fe. Por eso invocan el derecho de las familias a una formación religiosa. ¿Cuántos padres llevarían a sus hijos a las parroquias porque están verdaderamente preocupados por esa formación? ¿Por qué no se arriesgan los obispos a que vayan quienes de verdad lo desean y así saber con cuántos fieles cuentan? Lo más extraordinario de la cuestión es que quienes no piensan del mismo modo tienen que sufragar con su dinero a profesores que luego designa y destituye a su antojo la Iglesia.
El hijo de una amiga mía (seis años), único alumno que no asistía a las clases de religión en un colegio, tuvo, al fin, que incorporarse a las clases. Un día llegó a la casa y le dijo a su madre:
– Mamá, la seño dice que Dios existe y lo malo es que Carolina se lo cree. (Carolina era su amiga del alma).
En las Navidades le preguntaron a ese niño qué es lo que pensaba de Jesús, María y José y el niño contestó:
– Esa familia no me interesa nada.
Pues bien, los padres de ese niño tienen el mismo derecho que las familias católicas. Pero los señores obispos, tan celosos de defender el derecho de los padres y las madres a elegir para sus hijos la formación que deseen no están dispuestos a defenderlo. ¿Justificarían el derecho de aquellos que quisiesen para los suyos una asignatura sobre Ateísmo? ¿Estarían dispuestos (tan amantes como son de ese derecho) a sufragar los costos que exigiría el desarrollo de esa asignatura?
Invocan, como un argumento contundente, el hecho de que muchos padres y madres (hablan con la boca llena de un ochenta por ciento) soliciten la asignatura de religión. No todos los que apuntan a sus hijos a la asignatura lo hacen por los motivos que los obispos aducen. Por otra parte, cuando la Iglesia o los creyentes están en minoría, son los derechos de la minoría los que invocan, nunca mejor dicho, con fervor.
Se oponen a la impartición de la asignatura Educación para la ciudadanía y plantean la obligación moral de practicar la objeción de conciencia a los padres de los alumnos y de las alumnas que deben cursarla. Dicen que se trata de una asignatura sectaria. Resulta que, para ellos no es sectaria una asignatura que impone dogmas, entre otros el de la infalibilidad pontificia, y lo es una asignatura que invita a respetar todas las creencias. Es sectaria una asignatura que dice que hay que convivir respetando las diferencias y no lo es otra que defiende que la verdad y la moral objetivas son propiedad de una iglesia.
En sus cartas pastorales los obispos opinan sobre la unidad de España, sobre el matrimonio homosexual, sobre la negociación con ETA y, como ha hecho el obispo de Jaca, se apuntan a la increíble teoría de la conspiración, que convierte en asesinos a policías, periodistas y miembros de un determinado partido político. Dan instrucciones pastorales a sus fieles sobre cómo comportarse en sociedad olvidando que hace pocos años ellos deberían haberse exhortado a sí mismos a denunciar una dictadura que machacaba la libertad. Podrán haber calificado de corrupción moral el hecho de sostener los varales de un palio que llevaba a las iglesias a quien estaba causando tantas lágrimas.
Los obispos españoles (y muchos de sus fieles) creen que se puede identificar Religión con Ética y por eso piensan que quienes no creen son poco menos que desalmados. No es así. Las iglesias se han apartado muchas veces de la ética y por eso han bendecido las guerras y han propiciado fundamentalismos terroristas. Esa apropiación de la moral es un error inadmisible, como sostiene acertadamente José Antonio Marina en su libro `Dictamen sobre Dios´.
No me olvido de la ingente obra que la Iglesia ha realizado y sigue realizando en el mundo a favor de los más desfavorecidos. No me olvido de la inmensa legión de creyentes de buena fe. Y defiendo el derecho de cada uno a elegir la opción que desee para dar sentido a su vida. Por eso no considero estas líneas un ataque a la Iglesia. Creo que la Iglesia se beneficiaría de una postura más abierta, más democrática, más respetuosa, más independiente. Así lo defienden muchas personas desde su propio seno, como la Asociación de teólogos Juan XXIII, los defensores de la Teología de la Liberación o, sin ir más lejos, los sacerdotes de la parroquia que ha sido clausurada recientemente en Madrid por el cardenal Rouco Varela. Pero, claro, esos son los heterodoxos.
Una sociedad laica puede (y debe) estar cimentada en valores. En unos valores que todos, creyentes y no creyentes, podemos elegir, defender y practicar. Lo expresa muy bien Adela Cortina en su libro `Ética de la sociedad civil´. Nos lo recuerda claramente Fernando Savater en su último libro `La vida eterna´.
Considerarse propietarios de la verdad y del bien conduce al desprecio o a la destrucción de quienes no lo son. No estamos en una sociedad santa, estamos en una sociedad laica. Una sociedad empeñada en vivir digna y respetuosamente la fraternidad universal.
¿Sociedad Santa?
8
Abr
La verdad es que estamos en una sociedad que deja mucho que desear… Màs que impartir religiòn, se podrìa dictar historia de las religiònes, como una manera de informaciòn y formaciòn , y dejar la libertad de elegir a madres, padres, hijos e hijas…
Que poco importa que religiòn practiques o a que credo pertenezcas. Cuanto importa como vives de acuerdo a lo que crees. no es la religiòn sino la espiritualidad la que importa. Vivir una vida de respeto por el otro es un pensamiento que comparten gente atea y religiosa. Seamos respetuosos de las distintas maneras de ser y de pensar y felices pascuas, aunque no creas en Jesùs que muriò por vos y por mi en una cruz…