Kafka y la muñeca

17 Jun

kafka1.jpgPaul Auster, reconocido novelista, poeta, guionista y director de cine americano, nacido en 1947 en la ciudad de New Jersey, acaba de recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Enhorabuena al galardonado y a los miembros del Jurado que ha tomado la decisión.
Al conocer la noticia he recordado un precioso relato que encontré en un su libro ‘Broklyn Follies’ (Anagrama, 2006). Hay en él tres protagonistas: una niña, su muñeca y el filósofo Franz Kafka. Se trata de una historia real (se sabe, de cualquier modo, que en la obra de Paul Auster, las fronteras entre realidad y ficción son bastante difusas) que está cargada de ingeniosa ternura.
Pasea Kafka con su pareja Dora Diamant por un parque de Berlín cuando se encuentra con una niña que llora desconsoladamente porque ha perdido a su muñeca. Kafka le dice a la niña que su muñeca no se ha perdido, sino que ha querido irse a explorar el mundo, a conocer otros lugares, a vivir otras experiencias. Y que quizás, algún día vuelva para encontrarse con ella.
– ¿Cómo lo sabes?, pregunta la niña.
– Porque me ha escrito una carta.
– ¿La tienes aquí? ¿Me la puedes leer?
– No, me la he dejado en casa, pero te la puedo leer mañana.
La niña no encuentra en las palabras de Kafka un completo consuelo, pero se aviva la esperanza de que quizás, un buen día, su muñeca volverá. Kafka llega a su casa y se pone a escribir la carta. Lo hace –según cuenta Dora– con la misma intensidad que escribe su obra, con el mismo interés, con idéntica precisión.
Al día siguiente se presenta el escritor en el mismo parque y busca a la niña de la muñeca. La llama para decirle que ha traído la carta y que puede leérsela. Y añade que la muñeca ha decidido escribirle a él porque sabe que la niña no es capaz de leer todavía. La niña asiente entusiasmada. La muñeca cuenta en la carta, que lee despacio y entonadamente Kafka, los motivos por los que se ha ido y lo maravilloso que es el mundo nuevo que está conociendo. Dice que la quiere mucho y que nunca se olvidará de ella. El texto termina anunciando nuevas cartas en días sucesivos.
Los encuentros se producen en el parque cada día durante tres semanas. En las sucesivas cartas, la muñeca le va contando a la niña las cosas que le pasan. Le dice que está feliz y que la gustaría verla, pero que está muy lejos y de momento no es posible.
Kafka tiene que buscar un final. En la última carta, la muñeca le cuanta a la niña que ha encontrado el amor, que se va a casar y que vivirá en su nueva casa con la mayor felicidad posible. Le reitera el afecto, le agradece su amistad y se despide deseando a la niña la mayor felicidad.
Una hermosa historia. El gran escritor, en el último año de su vida, dedica un precioso tiempo del poco que le queda a crear una hermosa ficción con la que consuela a la pequeña.
Creo que una sociedad puede medir su desarrollo moral por el modo en el que trata a los niños y a las niñas. Por eso me hace temblar el hecho de que en algunas sociedades que se consideran evolucionadas, como acabamos de saber, aparezca un partido político que considera normales e incluso positivas las relaciones sexuales con los niños. Por eso me preocupan las noticias de niños abandonados, maltratados, explotados, necesitados, hambrientos, enfermos, sojuzgados…
El trato considerado y respetuoso no consiste sólo en proporcionar a los niños y a las niñas un aluvión de objetos materiales. Consiste, sobre todo, en ofrecerles un trato tan exigente como cordial, un escenario familiar acogedor, presencia constante de los seres queridos, un mundo habitable, una cultura presidida por valores…
La sociedad se hace cada día más competitiva, insolidaria y hostil. Las ciudades no están hechas para los niños sino para conductores adultos apresurados que conducen coches ruidosos. Es sabido que hay hoteles que no admiten niños. Los pequeños resultan molestos y ruidosos, se suben a los tresillos con los zapatos sucios, hacen garabatos en la paredes con los bolígrafos, lloran a grito pelado y corren de forma alocada… La publicidad de un Hotel de la costa caribeña de México es muy significativa: “Para obtener una atmósfera tranquila y sana, en el hotel no se admiten niños ni se permite fumar en áreas cerradas”.
Algunos adultos prefieren la tranquilidad y consideran un estorbo la presencia de la chiquillería. “Me gustan los niños. Sobre todo cuando lloran, porque entonces viene alguien y se los lleva”, dice la novelista Nancy Mitford. Lo más grave es que esos adultos sean los padres y madres de los niños. Y, a veces, los educadores.
Los niños necesitan ternura, presencia, ejemplo, consistencia normativa, coherencia, imaginación y cuidado. No serán más felices por tener más cosas sino por sentirse más respetados y queridos.
Los ponemos en el mundo sin su permiso y tomamos decisiones más que discutibles por ellos. Los bautizamos, confirmamos y hacemos tomar la primera comunión, los hacemos asistir a la escuela de forma obligatoria, los imponemos normas escasamente racionales, los dejamos solos para que se atiborren de televisión, les dejamos llenar su estómago de golosinas, les concedemos los más absurdos caprichos, no somos capaces de exigirles un comportamiento respetuoso con los demás…
Por su bien decidimos muchas cosas que serían rechazadas violentamente por las personas más sensatas y hasta justificamos la dureza y el desamor afirmando: “quien bien te quiere te hará llorar”, “la letra con sangre entra”, “palo y tente tieso”… Todo vale cuando decidimos qué es lo mejor para su educación. Ya lo decía el humorista Perich: “La educación es una cosa de mucha paciencia, sobre todo por parte de los niños”
Deberíamos extremar la ternura con los niños y las niñas. Como hacía aquel anciano de Corella (Navarra) que salía diariamente a la calle cargado de caramelos. Cuando se encontraba a un niño le decía sonriendo: “Toma, el de hoy y el de mañana. Y mañana otra vez”.

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