Estamos asistiendo a un inquietante fenómeno de exacerbación de la violencia. Hijos contra padres, alumnos contra profesores, pacientes contra médicos, ciudadanos contra políticos… Hay que tener cuidado para diagnosticar con precisión lo que sucede y, sobre todo, hay que analizar las causas de forma serena y rigurosa. Un mal diagnóstico lleva de forma inexorable a una solución inadecuada o perjudicial. No creo que la violencia, en forma de amenazas y castigos, sea la mejor solución. La educación sentimental, sí. Es necesario, por ejemplo, el cultivo del sentimiento de gratitud. Algunos piensan que todo lo que tenemos nos lo merecemos y que no debemos nada a nadie. Con los demás sólo tenemos exigencias, pero no deberes de respeto y gratitud. De ahí tantas agresiones.
Hace unos días repartí un documento en un curso. Pocas personas, al recibirlo, dijeron “gracias”. Creo que se está perdiendo la costumbre de expresar la gratitud. Se nos olvida decir “gracias” después de recibir una respuesta, un favor o un regalo. Y no me refiero tanto a la forma de cortesía (que también) cuanto a esa actitud mental, a ese sentimiento que nos engrandece porque nos hace sensibles a la generosidad de los otros. La gratitud es antiheroica. No depende de la fuerza, del coraje o del talento. Es una actitud nacida de la humildad y de la sinceridad más auténtica. Nace del buen corazón. Y de la capacidad de análisis. Las personas inteligentes suelen ser más agradecidas.
“La gratitud es el paraíso” dijo, de forma precisa y hermosa, William Blake. Porque la gratitud nos hace valorar todo lo que la vida y las personas nos han dado y nos dan. “Gracias a la vida, que me ha dado tanto”, canta con voz hermosa Violeta Parra. Y hace una larga relación de motivos para la gratitud: los ojos, el oído, las palabras, el corazón, la risa, los pasos… “Y el canto de todos que es mi propio canto”. La satisfacción no depende de lo que se tiene sino del valor que se le da a eso que se tiene. Por eso hay personas que tienen muchas cosas y se sienten desgraciadas. La felicidad se basa en reconocer el valor de lo que la vida nos ofrece. Por eso la gratitud es posible cuando estamos en la desgracia. A veces, son los dramas de la vida lo que nos hace sentir gratitud. Cuando estamos enfermos, apreciamos más la salud. Cuando vivimos un conflicto, damos más valor a la tranquilidad. Cuando estamos solos, consideramos más valiosa la amistad.
Muchas personas, antes que nosotros, han ido abriendo camino con su trabajo, con su coraje, con su heroísmo a veces. Si nadie hubiera luchado laboralmente, seguiríamos instalados en la esclavitud. ¿Podría un esclavo romano exigir un mes de vacaciones? ¿Cómo ha sido posible ese salto gigantesco? No ha sido un regalo de las dioses sino una conquista paciente y esforzada de personas generosas a las que debemos gratitud. Si muchas mujeres no hubiesen luchado denodadamente por conseguir la igualdad, ¿podríamos hablar ahora de paridad? Si nadie hubiera investigado en salud, seguiríamos aplicando cataplasmas. Personas aisladas, grupos bien organizados, generaciones de personas inquietas y optimistas han hecho posible el avance de la especie hacia la dignidad.
Si hiciéramos una lista de todas las personas a las que debemos algo no acabaríamos nunca de escribir. Muchas de ellas están vivas, están cerca, están a mano. Pero se nos olvida expresarles nuestra gratitud. Algunas veces, porque se da por supuesto el sentimiento. Creo, sin embargo, que es necesario explicitarlo. Los hijos a los padres, los alumnos a los profesores, los pacientes a los médicos, los amigos a los amigos… Gracias. Decía Goethe: “Si yo pudiera enumerar cuánto debo a mis grandes antecesores y contemporáneos, no me quedaría mucho en propiedad”.
La ingratitud es odiosa porque no tiene memoria, porque no reconoce la generosidad, porque no la ejercita. Decía el Conde de Rivas: “Porque el ser agradecido/ la obligación mayor es/ para el hombre bien nacido”. Más grave aún es la respuesta destructiva ante la generosidad manifiesta de los otros. Es triste ver cómo personas que han sido beneficiadas por otros les pagan las ayudas con agresiones interesadas e, incluso, gratuitas. Dice sabiamente el Talmud: “No tires piedras al pozo en el que has bebido” .
Es una trampa peligrosa hacer el bien sólo para cosechar gratitud. Porque no siempre llega. Porque a veces lo que se recibe es una respuesta hiriente. Un nuevo error es dejar de ayudar a quien lo pide o lo necesita porque la experiencia ha sido dolorosa.
En una cartería de Valencia los carteros están repartiendo la correspondencia. Uno de los carteros, de pronto, dice sorprendido:
– Mirad qué dirección. Jamás he visto algo semejante en mis muchos años de trabajo: “San Antonio de Padua. El cielo”. El cartero comprueba que la carta tiene un remite completo.
– Abramos la carta, dice alguien. Seguro que es un niño que le escribe a San Antonio. Le contestamos y se daremos una sorpresa y una gran alegría.
Abren la carta. Quien escribe a San Antonio no es un niño sino un adulto que dice ser un obrero en paro que le pide a San Antonio 100 euros porque tiene un hijo enfermo y necesita comprar unas medicinas con urgencia. El cartero que ha abierto la curiosa carta dice:
– ¿Por qué no le ayudamos? 100 euros es una cantidad importante para uno solo pero, entre todos, no será nada.
Dejan el dinero antes de irse. Cuando el cartero lo recuenta ve que hay 70 euros. Él añade otros 10. Como el autor de la carta pide el dinero con urgencia decide no esperar y envía los 80 euros a la dirección que figura en el remite. A las pocas semanas reciben una nueva carta en la oficina de Correos. Tiene la misma dirección: “San Antonio de Padua. El cielo”. Uno de los presentes dice:
– Seguro que es aquel obrero en paro a quien ayudamos hace unas semanas. Seguro que nos da las gracias.
Abren el sobre y se encuentran con el siguiente texto: “Querido San Antonio. Ya sabía yo que no me ibas a fallar. Te quiero dar las gracias por el dinero que me enviaste que, con otro poco que yo puse, me permitió comprar las medicinas para mi hijo que, por cierto, se ha curado. Pero te quiero dar un consejo. Cuando mandes dinero a tus devotos no se te ocurra enviarlo a través de las oficinas de Correos, porque los muy ladrones me han robado 20 euros de los que tú me mandaste”.
La trampa en la que pueden incurrir los carteros es no volver a mandar dinero porque así se ahorrarán los euros y el insulto de ladrones. Hablo de trampa porque no sólo se perjudicarían quienes recibían el dinero sino que se cegaría la fuente de donde brota la generosidad de quienes dan. Esa fuente es necesaria para las personas y para la humanidad. Dice una máxima hebrea: “El que da nunca debe acordarse, el que recibe nunca debe olvidar”.
Querido San Antonio
18
Mar