Las relaciones entre personas de diferente sexo constituyen el entramado más fuerte de la convivencia en una sociedad. Esas relaciones están adulteradas o mediatizadas por las costumbres, los mitos, los ritos, los intereses, las arbitrariedades y los prejuicios.
Aprender a ser hombre o mujer en una sociedad es una parte importante del proceso de socialización. El problema es que las identidades culturales no se construyen de forma inocente. La mujer ha sido durante siglos claramente perjudicada por las características identitarias que se le han atribuido (de forma perversa y cruel). Muchas mujeres han visto sus vidas cercenadas o destruidas por prejuicios terriblemente injustos. En una sociedad androcéntrica, la mujer lleva todas las de perder.
La elección de pareja, el enamoramiento, el matrimonio, el sexo, la separación, el aborto, la moral, el divorcio, el trabajo, el ocio, la procreación y la vida misma se viven de diferente manera por hombres y por mujeres. La obsesión por casarse ha llevado a la mujer a desastres casi absolutos. ¿Qué decir, por ejemplo, de las que han adorado a torturadores, a maltratadores, a verdaderos asesinos? Los motivos y la forma de desarrollar una relación han sido tantas veces superficiales y precipitadas que el desastre estaba asegurado. Y no llamo desastre a la separación (a veces es la solución más razonable y positiva: la salida de un infierno) sino a la destrucción de la felicidad. “Hacía tanto frío que por poco me caso”, dice la actriz Shelley Winters, ironizando sobre las motivaciones que llevan al matrimonio.
Si un hombre queda soltero y tiene una edad provecta, se dice de él que es un afortunado solterón. Si una mujer se queda soltera se convierte en una solterona a quien nadie ha querido por su fealdad o por su torpeza. Si una mujer es activa sexualmente es considerada una fresca, pero el hombre es valorado como potente sexualmente. Si una mujer comete un adulterio es considerada una fulana, si es hombre se dice con indulgencia y humor que ha echado una cana al aire.
Lucía Etxebarría acaba de escribir un libro titulado ‘Ya no sufro por amor’. Contiene interesantes reflexiones sobre las trampas que el amor tiende a las personas, especialmente a las mujeres.
La visión del hombre como el príncipe azul ha creado expectativas desmesuradas que luego se han estrellado contra realidades prosaicas y decepcionantes. Ese hombre maravilloso que, con un beso, iba a rescatar a la bella durmiente, acabó siendo un pobre hombre que ronca, que suda y que se duerme viendo una preciosa película en la televisión.
Ella ha tenido que seducir, que presentarse hermosa y atractiva, que cultivar obsesivamente la belleza. He aquí otro tabú: el cuidado de la imagen. Cuesta descubrir que se trata de un trampa. Dice Erika Jong: “No es que estés demasiado gorda. Es que estás en el país equivocado”. En el país o en la época, claro está.
Gabriela Acher nos acaba de sorprender con un título ingenioso y muy significativo: ‘El príncipe azul destiñe’. El subtítulo desvela el contenido y la intención de la autora, que no en vano es mujer: ‘¿Por qué los hombres y las mujeres nos empeñamos en entendernos?’.
Esta misma autora, uruguaya de nacimiento y actriz cómica en Buenos Aires, había tenido un éxito considerable con una obra anterior publicada, como esta, por la Editorial La esfera. El título no puede ser más elocuente: ‘Si soy tan inteligente, ¿por qué me ena- moro como una imbécil?’
La mujer, durante mucho tiempo, ha buscado al príncipe azul y, muchas veces, ha comprobado que ese azul destiñe al primer lavado. Hoy mismo las mujeres buscan un hombre que sea seductor, pero fiel, generoso pero ahorrativo, misterioso pero confiable, poderoso pero obediente, divertido pero serio, romántico pero práctico, duro pero blando. Y ese hombre no existe.
La mujer ha sido sutilmente distinguida por la sociedad con una preferencia engañosa. ‘Las mujeres, primero’, ‘las damas tienen preferencia para sentarse en el autobús’, ‘se cede el paso a las señoras’… Pero esto es una broma. A la hora de la verdad las mujeres están en segundo lugar, no tienen en nada la preferencia.
Quienes gobiernan la casa con acierto, no acceden al gobierno del país. Quienes administran la economía doméstica con buen criterio, no pueden presidir el Ministerio de Economía. Quien se responsabiliza de tareas minuciosas y permanentes, no puede asumir responsabilidades de prestigio.
Cuentan que muere un hombre y, al llegar al cielo, ve que hay dos puertas de entrada. Sobre el frontis de una de ellas aparece el siguiente epitafio: Hombres que han obedecido a sus mujeres. Piensa que esa es su puerta. Desde que conoció a su mujer ha seguido sus dictados, ha hecho su voluntad, ha tratado de dar satisfacción a sus mínimos deseos. Avanza hacia el final de la cola interminable. Cuando se coloca en el último lugar, observa que, al lado de esa puerta hay otra en cuya parte superior aparece la siguiente inscripción: Hombres que no han obedecido a sus mujeres. Delante de ella hay un hombre solo. Se pregunta intrigado qué habrá hecho para estar allí, cómo se las habrá ingeniado. Le pregunta al que le precede en la cola si sabe quién es el afortunado. Nadie sabe nada de él, aunque todos le admiran en silencio. Picados en su curiosidad y en su orgullo deciden formar una comisión para interrogarle. La comisión abandona su fila y se acerca al solitario postulante.
– Mire usted, nosotros estamos en la cola de hombres que han obedecido a sus mujeres. Ya ve que somos legión. ¿Cómo se las ha arreglado usted para estar aquí?
El interpelado, con toda naturalidad, contesta:
– Pues miren ustedes, no lo sé muy bien. Mi mujer me dijo: tú te pones aquí y me esperas.
El problema está en que a pesar de que en muchos hogares manda la mujer (lo cual dice mucho de sus dotes organizadoras y de su capacidad comunicativa), en la esfera social está relegada a un papel secundario.
Es ésta una cuestión que provoca humor pero que, bien mirada, produce dolor, lágrimas, injusticia. Y muerte.
Nos interesa mucho a todos estudiar la naturaleza de esta relación tan peculiar entre hombre y mujer. Una relación que durante muchos siglos ha sido tan asimétrica e injusta.
Hay mucha tarea que hacer en las familias, en las escuelas y en la sociedad. No se aprende inocentemente el papel de ser hombres o mujeres. No se destruyen tan fácilmente los mitos insidiosos de la cultura patriarcal. Mitos tan atractivos y tramposos como el del príncipe azul. A lavar, a lavar con cuidado. Que destiñe.
El príncipe azul destiñe
14
Ene