Muchos problemas que aquejan a las personas y a las sociedades de hoy tienen su raíz en deficientes o equivocados procesos educativos. En el buen entendido que la educación no tiene lugar solamente en las escuelas. Está fundamentalmente radicada en la familia y se desarrolla en un caldo de cultivo que es la cultura hegemónica en que nos encontramos inmersos.
No digo que no haya otros medios, otras estrategias y otros procesos conducentes a mejorar la vida de los individuos y el clima moral de la sociedad pero creo, sinceramente, que el eje de la mejora sustantiva y perdurable está en la educación. Entendiendo por ésta no tanto, como tradicionalmente se hacía, la urbanidad y las buenas maneras (que también) cuanto el aprender a pensar con rigor y a convivir con dignidad.
Ya sé que existe la libertad de la persona. Que ésta puede, en el uso libérrimo de su albedrío, rechazar el mejor intento educativo. Precisamente en eso se diferencia la educación de la indoctrinación. El indoctrinador no admite la libertad del educando. Hay padres que, después de magníficos y permanentes intentos de formación, han visto desvanecerse sus esfuerzos en el desastre más absoluto de la vida de sus hijos. Pero la lógica nos dice que el esfuerzo, el ejemplo y el bien hacer suelen dar frutos de calidad.
“Edúcalo bien, Matt”. Ésta es la frase que pone punto final a la clásica película ‘El último tren a Gun Hill’ (1959), obra del excelente director John Sturges.
No voy a desvelar al lector el entramado de la película. Es una forma peculiar de reventarla. Así sucedió en aquella vieja historia del espectador que entra en el cine con las luces ya apagadas. El acomodador ilumina el camino hacia la butaca con la ayuda de su linterna. Después de sentarse, el rezagado espectador deposita una moneda en la mano del complaciente y complacido acomodador (técnico en colación, como le gustaba llamarse a un personaje de magnífico autoconcepto que tenía ese digno empleo). Como la sala está a oscuras no sabe el valor de la moneda que le han dado. Se aparta un poquito, enciende la linterna y comprueba que le han regalado una moneda de cinco céntimos. El acomodador se acerca de nuevo al espectador impuntual, y, muy bajito, al oído, susurra:
–El asesino es el sherif.
No. No contaré la película, como hacían los malos presentadores de los antiguos cineforums. Solamente diré que en la última escena Anthony Quinn (padre de un hijo ya casi adulto, caprichoso, egoísta indecente) y se dirige a Douglas (padre de un hijo pequeño) y le dice:
–Edúcalo bien, Matt.
Ésa es la síntesis de la excelente película de Sturges, un western a la antigua usanza. El desastre de la vida del hijo de Quinn ha nacido, según da a entender su propio padre, de una pésima educación.
Y traigo a cuento este sintético final porque la educación es un asunto básico en la vida de las personas y en el desarrollo de las sociedades. Decía al comienzo que muchos de los males que aquejan a los individuos tienen su raíz en un planteamiento educativo equivocado. Valdría más decir, en un proceso de deseducación sistemática.
Cuando vemos comportamientos de adolescentes que nos sobrecogen (pensemos en lo que han pretendido quemar vivo a un indigente) no podemos dejar de pensar en el fracaso de la educación. ¿Qué ha pasado? ¿En qué hemos fallado?
Emilio Calatayud, controvertido juez de menores de Granada, ha escrito un decálogo (espero que no sea apócrifo, aunque ese hecho no mermaría nada de su valor) bajo el título ‘Cómo formar delincuentes’. Me permito parafrasearlo, siguiendo su esquema básico. Ya sé que en educación no hay recetas, pero sí criterios, actitudes y modos de proceder que orientan o desorientan al educando.
1. Comience desde la infancia dando a su hijo o hija todo lo que le pida. Así crecerá convencido de que el mundo entero le pertenece.
2. No le de ninguna educación moral. Espere a que alcance la mayoría de edad para que pueda decidir libremente.
3. Cuando diga palabrotas, ríaselas. Esto le animará a hacer cosas más graciosas.
4. No le regañe nunca, ni le diga que está mal algo de lo que hace. Podría crearle complejo de culpabilidad.
5. Recoja todo lo que deja tirado: libros, zapatos, ropa, juguetes… Hágaselo todo. Así se acostumbrará a cargar la responsabilidad sobre los demás.
6. Déjele leer todo lo que caiga en sus manos y ver todos los programas que se le antojen. Cuide de que sus platos, vasos y utensilios estén bien esterilizados. Pero deje que su mente se llene de basura. Así aprenderá a tomar como valioso lo que solamente es porquería.
7. Dispute y riña a menudo con su pareja en su presencia. Así no se sorprenderá ni le dolerá demasiado el día que la familia quede destrozada para siempre.
8. Dele todo el dinero que quiera gastar, no vaya a sospechar que para disponer de dinero es necesario esforzarse y trabajar.
9. Satisfaga todos sus deseos, apetitos, comodidades y placeres. El sacrificio y la austeridad podrían producirle frustraciones.
10. Póngase de su parte en cualquier conflicto que tenga con sus profesores, vecinos y amigos. Piense que todos ellos tienen prejuicios contra su hijo y que de verdad quieren fastidiarle.
Esto es, poco más o menos, lo que sucede en la película con el hijo de Quinn. La casa de su vida se desmorona porque los cimientos sobre los que estaba construida no tocaban suelo firme. Es víctima el hijo, pero lo es también el padre que tiene que reconocer de forma tardía lo equivocada que ha sido su forma plantear la educación. Éste es, básicamente, el sustrato sobre el que se construye el pensamiento, la actitud y el comportamiento de algunos jóvenes que no saben respetarse a sí mismos ni a todos aquellos (y, especialmente, de aquellas) con quienes conviven.
Cómo formar delincuentes
7
Ene