Me cuenta un profesor de Universidad que hace cierto tiempo entró en un aula para impartir su clase. Vio con perplejidad cómo en la primera fila un alumno, tocado con una visera bien calada, estaba terminando de comer un bocadillo y apurando una lata de cerveza que había colocado sobre el banco. El profesor, discretamente, espera para darle tiempo a finalizar el refrigerio. El alumno, que se percata de la intención del profesor, le dice con gesto displicente:
– ¡Tú, tira!
Este hecho, tan elocuente como preocupante, me ha llevado a plantear la importancia de las formas de respeto como un modo de reconocer la dignidad de las personas. No se puede decir que este tipo de comportamiento esté a la orden del día. Existe el riego de generalizar y de adoptar posiciones catastrofistas. Muchos alumnos y alumnas mantienen un trato deferente hacia sus compañeros y profesores. Pero me preocupa la existencia de comportamientos groseros y el deterioro del respeto que exige la vida en común. No vale todo. Cuando se pierden las formas en la escuela, existe un añadido de perversión. Porque la escuela es el lugar indicado para aprender y expresar respeto. (El ‘caso Jokin’ está poniendo sobre el tapete de forma dramática el problema de la convivencia en las escuelas. Volveré a él próximamente. No puede dejar tranquilo a nadie en esta sociedad el hecho de que un adolescente se suicide a causa del acoso de los compañeros). Qué decir de la familia, que ha de ser el taller de la convivencia. Me repugna la expresión que pretende justificar la descortesía y la ordinariez: “Donde hay confianza, da asco”.
Y se aprende de una forma inequívoca. A través del ejemplo. No basta con insistir en la necesidad de guardar las formas, es necesario que los alumnos aprendan a través de la imitación. El aprendizaje vicario es de gran importancia en la vida de los animales y de las personas. No hay forma más bella y más eficaz de autoridad que el ejemplo.
Todos hemos de respetarnos a todos. No comparto la filosofía de aquella vieja máxima de los catecismos: “Hay que respetar a los mayores en edad, dignidad y gobierno”. (Curiosamente, quienes habían redactado los catecismos eran personas mayores en edad, dignidad y gobierno). Toda persona tiene dignidad merecedora de todo el respeto. Es más, si hubiera que insistir en un plus de respeto, habría que hacerlo en favor de los más débiles, de los más pequeños, de los menos poderosos. ¿No es más necesario pedir al general que respete a los soldados que insistir en que los soldados deben respetar a los generales? Es inquietante la denominación de ‘superiores’ e ‘inferiores’ aplicada a las personas.
He leído con atención el libro del recientemente fallecido Luis Carandell ‘La familia Cortés. Manual de vieja urbanidad’ en el que hace un repaso a los antiguos manuales de cortesía. No soy nostálgico respecto a las costumbres pasadas. Había en ellas mucho de hipocresía, de autoritarismo, de estupidez y de sexismo. Se insistía, por ejemplo, en la necesidad de dejar un asiento a una señora en el autobús mientras se le negaba tranquilamente un puesto en la vida. Se pedía veneración del sirviente hacia el amo mientras éste podía explotarlo vilmente. Basta repasar algunas máximas del Barón de Ardila para darse cuenta del cinismo y de la pudibundez que encerraban muchas normas: “Lo que en el día sobra, el buen sirviente/ no desdeña comérselo al siguiente”. “En la sirvienta honesta está muy feo/andar con los soldados de paseo”.
Pero claro, una cosa es desdeñar la ridiculez y otra faltar al respeto de forma persistente y ostensible. La urbanidad es una virtud cívica. Es la forma de manifestar a los demás respeto y consideración. Se puede hacer con la palabra: saludar y despedirse, dar las gracias, pedir las cosas por favor. “Palabra cortés significa amable pensamiento”, dice Ramón Llull. Las acciones desvelan también actitudes de respeto: ceder el paso o el asiento, abrir una puerta, prestar ayuda… Otra forma importante de respetar al otro es evitar todo aquello que pueda molestar: hacer ruidos, escupir en el suelo, meterse el dedo en la nariz, vestir con suciedad o de forma indecorosa, oler mal…
Hay normas que cambian con el tiempo. Algunas formas de vestir y de comportarse que eran exigidas hace años hoy nos parecerían ridículas. Por eso es importante aprender a vivir en sociedad, pero también aprender a ser críticos con esas formas de relacionarse. No está tan alejado del buen criterio decir de las personas corteses que tienen buena educación. Porque la educación auténtica lleva consigo el aprendizaje de la convivencia.
Me repugna ver algunos programas de televisión en los que de forma casi obligada se falta al respeto a los demás y a los espectadores. Agresiones, insultos, frases soeces, gritos… Parece el comportamiento normal. Es más, el deseable. Quien guarda las formas y se muestra respetuoso recibe el calificativo de tonto o de insociable. Me duele ver por la calle personas que se muestran agresivas y poco delicadas con otras. Y, sobre todo, me preocupa ver que en la escuela y en la familia, en ocasiones, no se cuidan no se piden, no se exigen los buenos modales.
La espontaneidad que se practica en aras de la sinceridad y de la libertad no es más que grosería y falta de respeto. Cuando hablo de buenos modales me estoy refiriendo al respeto que se debe a las personas, al respeto que nos debemos a nosotros mismos. Creo que se podría hablar de la ética de los buenos modales.
“La cortesía hace aparecer a la persona por fuera como debería ser por dentro”, dice Jean de la Bruyère. Y ahí está, a mi juicio, la raíz de la cuestión. Conducirse de modo que las personas se sientan respetadas. Que no las hieran las palabras y el comportamiento, en primer lugar. Y que, además, se pueda vislumbrar detrás de la deferencia contenida en la palabra y en la acción la dignidad del otro.
Amando de Miguel escribió hace ya más de diez años un libro titulado ‘Cien años de urbanidad. Crítica de las costumbres de la vida española’. En él se dice: “Estamos sin duda ante un reverdecimiento de la ética de las formas, que se creía tan superada por la disposición espontaneísta que caracteriza a la estética juvenil”. No sé si el diagnóstico del sociólogo es muy preciso, pero estoy convencido de que sería deseable. Una forma de desarrollar y perfeccionar la democracia es cultivar las formas de respeto que están encerradas en la cortesía.
Tú, tira
30
Abr