Mantenerse en el error, no dar el brazo a torcer, aferrarse a la decisión tomada a pesar de que todas las evidencias indican que se ha incurrido en equivocación constituye una obstinación difícil de entender. El hecho de sostener una decisión contra viento y marea puede ser un gesto de perseverancia, de carácter enérgico y de voluntad firme. Pero también puede ser fruto del orgullo, de la petulancia y de la estupidez. “Una vez tomada una decisión, cerrar los oídos incluso al mejor de los argumentos en contra: señal de carácter enérgico. También, voluntad ocasional de estupidez”, decía Nietzsche
Hay personajes de nuestra vida política a quienes podría atribuírseles el sobrenombre del famoso guerrillero español Juan Martín Díaz. Ellos sí que son auténticos Empecinados. Mantienen la opinión a pesar de que las evidencias más palmarias estén negándoles la razón. ¿Qué les sucede? ¿No ven? ¿No oyen? ¿No entienden? ¿Qué pensar de alguien que a plena luz del día sostuviera con un convencimiento visionario que estamos a medianoche? ¿Se engaña sólo a sí mismo? ¿Pretende engañarnos a todos? Si el visionario llega a convencer a todos de que tiene razón, el problema adquirirá tintes más dramáticos. El visionario se afianza en su error y todos los que le siguen acaban dando por verdadero lo falso.
Me refiero concretamente a dos personajes de nuestra actual escena política. Uno es el ex presidente del gobierno José María Aznar. ¿Qué tendría que suceder para que admitiese la mera posibilidad de que la guerra de Irak fue un error? Lo han hecho ya casi todos los que la emprendieron y apoyaron. No fue suficiente en su día para él la postura casi unánime de todo el pueblo español. No bastó el trabajo y el informe de los Inspectores. No bastó la postura de la ONU. No fue suficiente para quien se proclama católico la posición del Vaticano. No ha tenido importancia el número de ciudadanos inocentes muertos. No ha bastado, a posteriori, la declaración de EE.UU. e Inglaterra reconociendo que hubo un error al decir que existían armas de destrucción masiva en Irak. No ha bastado que se hayan negado conexiones entre el terrorismo internacional y el régimen de Bagdag. No ha bastado que se haga pública la noticia sobre la falta de rigor en los informes de la CIA (los demócratas norteamericanos dicen hoy que con esos datos no habrían apoyado la guerra). No ha bastado el aplauso generalizado del pueblo español a la decisión del gobierno socialista sobre el retorno de las tropas. No ha bastado nada de nada… Quienes decíamos no a la guerra éramos para él (y seguimos siendo) irresponsables, ignorantes y malos patriotas. Ingenuos e incautos manipulables que acudían como estúpidos detrás de las pancartas. O, lo que es peor, perversos defensores de un régimen criminal y autoritario o ingenuos ciudadanos en connivencia con el terrorismo mundial.
El otro empecinado es el ex ministro del Interior Ángel Acebes. Dijo entonces y sigue diciendo ahora que siempre informó según la verdad. ¿Qué más se tiene que saber para que reconozca que siguió atribuyendo la autoría a ETA después de que las pistas más relevantes apuntaban al terrorismo islámico? Uno se da de bruces con algunas páginas de la prensa con tal fuerza que no sé cómo no se producen lesiones físicas cada día. En titulares se dice que la policía había descartado a ETA. Seguidamente el ex ministro dice que todo apuntaba en la dirección etarra. A la Comisión de investigación le llegan informes contundentes de la policía en los que se afirma que se estaba siguiendo la pista de terroristas islámicos y páginas más adelante puedes leer las declaraciones del señor Acebes diciendo que la Comisión está demostrando que su Ministerio dijo toda la verdad. Vuelves a la primera página, relees y no puedes creer la obcecación. “El máximo jefe policial niega que se diera prioridad a ETA al investigar el 11-M”, dice el titular de El País (día 9 de julio). El mismo día se lee en la página 19 del mismo periódico: “Acebes sostiene que las declaraciones avalan que hasta la tarde del sábado la prioridad era ETA”. Por si les ha quedado alguna duda, lean el reciente libro de Pepe Rodríguez titulado ‘Mentiroso’.
Se queda uno atónito, perplejo, desconcertado. ¿Qué decir ante una obstinación tan evidente, qué decir ante esa manera absurda de aferrarse a lo dicho o a lo hecho? ¿Qué tiene que suceder para que, ante las evidencias, se reconozca el error?
Leí hace mucho tiempo una pésima composición literaria pero, a la vez, cargada de enjundia. La recuerdo de memoria, pero no quiero castigar al lector con el detalle de sus versos. Sí quiero compartir la idea que trataba de transmitir y que tenía que ver con esa actitud de obstinación que niega las evidencias más palmarias. El poema cuenta la discusión que mantienen dos individuos ante el escaparate de una tienda. Uno de ellos dice que un producto que se exhibe en la vitrina es jabón. El otro sostiene que es queso. Casi llegan a las manos para dirimir sus diferencias. Entran en el establecimiento. Discuten ahora con el tendero que les dice que la pieza a la que aluden es un trozo de jabón. Uno de ellos no se da por satisfecho. Lo compran. Lo prueban. Uno lo escupe asqueado. El otro lo traga como si fuera un manjar. Ante la evidencia del sabor, quien ha escupido el bocado le pregunta al compañero y recibe una contundente respuesta. Estos son los versos finales.
– ¿No te convences, melón?
– ¡Antes me ves patitieso!
– Pero, ¿no sabe a jabón?
– ¡Sabe a jabón, pero es queso!
He aquí la postura de nuestros ínclitos gobernantes. Es evidente, pero no doy mi brazo a torcer. No voy a reconocer el error. ¿Por qué no caen en la cuenta de que reconocer un error es un gesto inteligente, humilde, que les llena de credibilidad? Uno se pregunta con enorme preocupación: ¿en manos de quién estábamos? ¿Cómo es posible que no reconozcan el error?
No voy a entrar en la espinosa cuestión de las intenciones. Vamos a dar por bueno que les impulsaba a obrar la mejor de las intenciones. Pero si, después de tantas evidencias, siguen manteniendo la postura equivocada, ¿qué podemos pensar los ciudadanos de los políticos que nos gobiernan? ¿Qué son capaces de hacer si no admiten una situación a todas luces evidente? ¿Qué son capaces de decir? ¿Quién no ve necesario el control democrático de la ciudadanía sobre la clase política que gobierna? A fin de cuentas ellos están ahí para servir al pueblo, para llevar a la práctica su voluntad soberana. El gobierno no es más ni menos que el servicio del pueblo. Y muchas veces tendríamos que exclamar: !Ay, Señor, cómo está el servicio!
¡Empecinados!
17
Jul