Hace unos días circulaba en mi coche detrás de otro que llevaba en el cristal posterior la letra L correspondiente a la palabra inglesa ‘learner’, aprendiz o principiante. ¿Por qué no lleva mi coche esa misma letra si también tengo que aprender? Pensé que todas las personas deberíamos llevar esa letra pegada en la espalda o en la frente. Todos con la ‘L’. Porque todos somos aprendices en la vida. O, mejor dicho, deberíamos serlo. El ser humano está ‘programado’ de forma innata para dar satisfacción a una curiosidad incesante.
Alguien ha dicho que las personas inteligentes aprenden siempre y que las otras pretenden enseñar de manera constante. Por eso hemos de ser aprendices crónicos, no docentes crónicos. Para poder aprender de forma constante, hay que tener los ojos abiertos, la mente despejada y una curiosidad insaciable.
Hablaba el filósofo Nicolás de Cusa de la ‘docta ignorancia’. Se refería a la enorme sensación de desconocimiento que tiene la persona que sabe mucho. Si uno sabe muy poquito (imaginemos un círculo de muy pequeño tamaño), la ignorancia que rodea a ese círculo de su conocimiento es también pequeña. La sensación que tiene esa persona de lo que no sabe es mínima. Si alguien sabe más (el círculo es ahora mayor), la impresión que tiene de ignorancia es también más grande: la correspondiente a la superficie que rodea la circunferencia de su saber. Y si sabe mucho más (pensemos en un círculo enorme), la persona tiene una impresionante sensación de ignorancia porque la superficie de contacto con el círculo es muy grande. Por eso los sabios son humildes. Por eso los necios suelen ser petulantes.
Un individuo que no ha leído ni una línea sobre psicología es la típica persona que llega a un bar y se jacta de que es un psicólogo nato, de que le basta con echar un vistazo a alguien para saber a la perfección cómo es y qué le pasa. Sin embargo, una persona que ha estudiado psicología durante muchos años, dirá probablemente que el ser humano es insondable y que por mucho que pretenda contarnos sobre sí mismo nunca sabremos cómo es.
Creer que se sabe todo es un error que condena a la persona a la ignorancia. No poner en cuestión lo que se sabe es instalarse en la pobreza intelectual. Hay quien confunde pereza de pensamiento con firmes convicciones. Por eso no lee, no se informa, no consulta, no aprende. La persona que se instala en la incertidumbre vive con un cierto desasosiego, con una curiosidad inquietante. La duda es un estado incómodo, pero la certeza, es un estado intelectualmente ridículo.
Una profesora americana que se llama Patricia Henderson repite frecuentemente en sus conversaciones la frase ‘en mi opinión’. Es frecuente escuchar de sus labios, casi como un estribillo,: antes o después de afirmar algo: ‘en mi opinión’, ‘en mi opinión’… Alguien le preguntó en cierta ocasión:
–Patricia, ¿por qué dices tantas veces ‘en mi opinión’?–.
La profesora contestó sin vacilar:
–Porque dudo mucho. La verdad es que me parece tan importante hacerlo que el día que me muera, quiero que el epitafio que se coloque sobre mi tumba diga así: ‘En mi opinión, aquí yace Patricia Henderson’–.
Todos podemos aprender de todos. Todos podemos aprender de todas las situaciones, de todas las cosas, de todos los libros, en todos los momentos. Para ello hace falta tener los ojos educados para ver y la mente despejada. Es necesario tener dudas para poder buscar respuestas. La historia, la cultura, la ciencia, la vida… han avanzado a través de preguntas nuevas o de reformulación de antiguas preguntas.
Si llevásemos en la espalda la ‘L’ de aprendiz recordaríamos que tenemos que aprender, que siempre somos principiantes. El conocimiento que nos ofrecen los medios de comunicación pasa por un filtro que no siempre es inocente. Hay intereses económicos, políticos, comerciales… que hacen que la realidad se nos presente adulterada. Hacerse preguntas significa saber distinguir el conocimiento vulgar del conocimiento riguroso.
Resulta curioso observar cómo se considera que de los libros se aprende siempre y que de la televisión no se aprende nunca nada (o, mejor dicho, nada bueno). Es un error. Podemos aprender de la televisión. Por contra, los libros pueden contener engaños y estupideces. Es bueno leer y es bueno ver la televisión. Lo que hace falta es leer y ver la televisión desde una perspectiva crítica y no estúpida, desde una posición inteligente, no de papanata. Hay que leer críticamente los libros y hay que ver críticamente la televisión.
En una época en que los críticos literarios alardeaban de independencia, un autor leyó una recensión de un libro suyo en una revista especializada. Se dio cuenta, nada más comenzar, de que el crítico no se había leído ni una página de su libro. Lo llamó, se presentó y le echó en cara su desfachatez.
El crítico, con calma y aplomo, contestó al autor del libro:
–Claro que no lo he leído, porque si lo leo, ya me dejo influir–.
Lo importante es acceder a la realidad y a sus intérpretes (libros, televisión, conversaciones…) con una actitud crítica y curiosa. No tiene que haber censura. Nadie tiene que prohibir a los demás lo que han de ver o leer. Hay que poner, eso sí, ante los libros, los programas y los telediarios espectadores y lectores inteligentes. Individuos con ganas de saber y, al mismo tiempo, con capacidad para saber discernir.
No me gustan las personas que están de vuelta, que creen saberlo todo, que se consideran en posesión de la verdad. Admiro a las personas que siempre muestran deseos de aprender y de ser mejores. Creo que esa es una excelente muestra de inteligencia y de bondad.
Todos con la ‘L’
5
Jun
bakano…me sirvio