Pastillas de color rosa

29 May

pastillas.jpg Para que se produzca aprendizaje significativo tienen que darse varios condicionantes imprescindibles. En primer lugar, el conocimiento que se pretende enseñar tiene que tener una lógica interna, un sentido, una coherencia que lo haga entendible. Si yo explico en japonés el mejor de los contenidos a un auditorio de españoles que no tiene ni idea de la lengua nipona, no podrán aprender nada. En segundo lugar, el conocimiento tiene que tener una lógica externa, es decir tiene que conectan con los saberes previos del aprendiz. Si explico una lección de álgebra a un grupo de escolares de tres años, esta vez en su propio idioma, no podrán aprender porque los nuevos saberes no entroncan con lo que ya saben. Pero hace falta un tercer requisito, el aprendiz tiene que tener una disposición interna abierta al aprendizaje, tiene que desear aprender. Pongamos como ejemplo el caso de un estudiante que tiene tantos problemas o que está tan cansado que no puede prestar atención. O el de otro que tiene tal actitud de rechazo que no hace el esfuerzo necesario para captar lo que le dicen. No podrá aprender. El verbo aprender, como el verbo amar, no se puede conjugar en imperativo. En definitiva, que si esas condiciones no se dan, el aprendizaje relevante no se produce. No se puede hablar de excelente calidad de la enseñanza si, en último término, el aprendizaje no se produce.
La forma en que se realiza la enseñanza no permite saber qué es lo que sucede con el conocimiento que pretenden impartir los profesores. Se da la explicación pero no sabemos si a los alumnos y alumnas les interesa, si han atendido, si lo han entendido, si lo han asimilado. Incluso en el caso de que el alumno muestre en los exámenes el dominio del conocimiento, no sabemos si ese aprendizaje ha sido fruto de la enseñanza o de otra fuente de aprendizaje. Es como si les diésemos una medicación sin saber qué es lo que necesitan tomar y luego atribuyésemos la mejoría o el bienestar a los efectos de la misma. Pero no sabemos a ciencia cierta si la mejoría se ha producido a causa de la acción del medicamento o de otro agente benefactor. O, sencillamente, como efecto de la evolución imprevisible y espontánea del organismo.
Por no saber, no sabemos siquiera si se han tomado el medicamento. Me cuenta un amigo médico que un colega quiso probar la eficacia de un medicamento nuevo. Para ello preparó unas pastillas redondas de color rosa con el producto y otras, de igual forma, tamaño y color, que actuarían como placebo. Le pidió a un paciente si quería someterse a la prueba de comprobación de los efectos del mismo, previo pago de la gratificación correspondiente. El paciente aceptó. Le fue dando alternativamente las pastillas con el producto y las de placebo. Al cabo de unos meses el paciente acudió a visitar al médico y le dijo:
– Doctor, ¿por qué me cambia usted las pastillas?
– No, yo le doy las mismas pastillas redondas de color rosa, dijo el médico.
– Sí, parecen iguales, pero no lo son, precisó muy seguro el paciente.
El médico pensó alborozado que pronto iba a saber qué efecto producía su nuevo medicamento cuando el paciente le explicara qué efectos diferenciales había percibido. Inmediatamente le preguntó, intrigado, al paciente.
– Y, ¿cómo sabe que le doy unos días un tipo de pastillas y otros unas pastillas diferentes?
– Muy sencillo, dijo el paciente, porque cuando las tiro al water unas flotan y otras no.
Si el médico hubiese atribuido los cambios producidos en el paciente a los efectos de su nuevo medicamento habría cometido un gravísimo error. Y si el paciente hubiese empeorado de forma alarmante, sería muy injusto que el médico atribuyese la causa a la debilidad del organismo de su paciente.
Los efectos (me refiero a su causalidad) son muy complejos y se suelen analizar de forma superficial e interesada. A veces por los profesores (los alumnos son torpes, son vagos, están mal preparados…), a veces por los padres (le ha tocado un tutor muy malo, la escuela no funciona, no saben enseñar…), a veces por los alumnos (el profesor me tiene manía, corrigió de forma injusta, no sabe explicar…). Además existen efectos secundarios que no se suelen tener en cuenta y que, a veces, son más importantes que los pretendidos. Tratamos de enseñar pero, por la forma de hacerlo, a veces conseguimos que aprendan cosas muy negativas: que sólo se estudia cuando lo van a preguntar o lo que van a preguntar, que no se puede preguntar, que no conviene decir lo que se piensa… O, lo que es más, grave, se aprende a odiar el aprendizaje. Me aterra pensar que de instituciones destinadas a conseguir que los estudiantes amen el saber salgan personas que lo aborrecen.
No es tan simple el asunto. Porque existe, además del hecho de transmitir conocimiento, el arte de provocar el deseo de saber, la capacidad de despertar la pasión por la búsqueda y de alimentar la innata curiosidad por el descubrimiento. Porque el alumno puede aprender por sí mismo, puede experimentar, buscar, indagar. Convertirse en un aprendiz crónico. Y, a veces, la forma que tenemos de enseñar produce en los alumnos un explicable aborrecimiento del aprendizaje. Decía Winston Churchill: Me encanta aprender, pero me horroriza que me enseñen.

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