En tiempos de crisis de la República en Roma, Cicerón soñaba con restablecer un orden social distinto y señalaba los deberes de ciudadanos y políticos, percatándose ya entonces del origen de este problema. «No hay, pues, vicio más repugnante –para volver a nuestro tema– que la avaricia, sobre todo en la gente principal y en los que gobiernan la República. Desempeñar un cargo público para enriquecerse no es solamente vergonzoso, si no también impío contra la patria y sacrílego contra los dioses… Los que gobiernan un Estado no tienen medio mejor para ganarse fácilmente que la benevolencia de la multitud que la moderación y el desinterés» (Marco Tulio Cicerón, «Sobre los deberes», Editorial Tecnos, Madrid, 1989, pag. 125).
Es obvio, que la avaricia ha poseído a algunos de nuestros políticos o personas cercanas al poder en nuestro país y han decidido utilizar su ventajosa posición para enriquecerse. Nada nuevo bajo el sol. Sin embargo, lo peor de los casos de las tarjetas Black, del caso Nóos o de la imputación del presidente de Murcia, con todas sus diferencias, es que nos hace dudar de la credibilidad de la justicia en nuestro país. Porque el que Rato, Blesa o Urdangarin hayan salido tan bien parados no cuestiona en sí la aplicación del Derecho de nuestro poder judicial, faltaría más. Lo que suscita la desconfianza de la justicia son, por un lado, las presiones políticas que se producen y que hay detrás de todos estos casos y desconocemos y, por otro lado, la evidente sensación de que todos los ciudadanos no son iguales ante la ley como consecuencia de las sentencias y del trato que se da a los imputados. En una palabra, que la justicia no es igual para todos.
Como ya he sugerido en alguna ocasión en esta columna uno de los problemas de nuestra democracia es que hemos tendido a solucionar la responsabilidad política a través del sistema judicial y de la responsabilidad penal. Esto ha producido una una politización de la justicia y una judicialización de la política que alteran y sobredimensionan el papel del poder judicial. El poder judicial podrá fijar, sin duda, los límites de la responsabilidad penal en casos de naturaleza política de gran calado –ya sean de corrupción o de otra naturaleza–, sin embargo, su aplicación del Derecho siempre será insuficiente ante una responsabilidad política exigible por una conducta inapropiada. La ciudadanía exige al poder judicial y a la responsabilidad penal también el castigo una responsabilidad política incumplida. Es un juego perverso y circular de expectativas incumplidas, desconfianza en la justicia y en el poder judicial como institución vital de la democracia que pone de manifiesto algo más grave: una democracia insuficiente.
El problema es que una insuficiente solución de la corrupción política actual nos impide establecer un marco adecuado de reflexión serio sobre medidas de control y reforma institucional que limiten este problema en nuestra democracia. Como escribió Manuel Villoria, uno de los politólogos más expertos en este tema, «si queremos que esto funcione, a los políticos exijámosle lo suyo, leyes eficaces basadas en el consenso y Administraciones que rindan cuentas. Además, a nosotros exijámonos también lo nuestro. No hay democracia sin ciudadanía. No lo harán bien los parlamentarios sin presión, sin exigencia social, siempre difícil y contradictoria, utópica en unos casos, interesada en otros. Nuestra democracia sigue reclamando liderazgo al tiempo que espera menos de los líderes, signo de madurez que debe ir acompañado de más exigencia a todos, y también de mayor implicación de todos». No hay fórmulas mágicas contra la corrupción pero sí algunas ideas fundamentales que pueden ser la base para restablecer la necesaria ejemplaridad pública y la confianza de la ciudadanía: ética pública, rendición de cuentas de las políticos e instituciones políticas, leyes eficaces y una ciudadanía crítica y exigente.