Trump

22 Ene

Una vez más y en política también,  la ficción se ve superada por la realidad. Trump está siendo  investido como nuevo  presidente de los Estados Unidos, mientras escribo esta columna. Y como escribió Borges, «no nos une el amor sino el espanto». Con él,  caminamos todavía entre la perplejidad del cómo fue posible que nos sucediera esto a la incertidumbre de cómo puede ser lo que nos está pasando y, sobre todo, lo que nos pasará. Si hay algo seguro con Trump es que no estamos seguros de nada de lo que diga ni de lo que haga. Un personaje tan excesivo, que dudamos que tenga la mínima prudencia exigible para poder ser capaz de tomar decisiones razonables en un cargo propio de esa responsabilidad.
Podríamos pensar que, al contrario, es una expresión de esa saludable y vigorosa democracia norteamericana donde cualquiera puede ser presidente. En contra de lo que pudiera parecer a simple vista, ha roto también con ese estereotipo.  Él es cualquier cosa menos cualquiera, y desde luego, nunca fue cómo los demás. Nada de un triunfador hecho así mismo gracias al sueño americano, al contrario,  un hijo de papá consentido que se hizo multimillonario con todas las ventajas de su origen social y de su posición económica: un empresario inmobiliario, siempre al límite entre los casinos, los juicios y los escándalos sexuales.  Un personaje de un egocentrismo desmedido  que ha descubierto hace tiempo que nada mejor para expresar esa personalidad incontenible que la televisión y twitter. Alguien que como otros –Berlusconi en otro contexto- aprovechó un contexto favorable de descontento para desde su posición como empresario de éxito –y no político profesional-  iba a hacer política de otra forma y restablecer el sueño americano. Y muchos le creyeron.
El problema de Trump es, precisamente, el enigma que esconde una personalidad excesiva. Para empezar ha nombrado a colaboradores muy afines a él, ideológicamente ultraconservadores y también muy cercanos al mundo empresarial. La primera duda es hasta qué punto se preservará la autonomía de la política de los intereses económicos, tanto del propio Trump como de su gobierno, así como de los grupos empresariales que hay detrás de ellos. En una palabra, un presidente y un gobierno acechado por los conflictos de intereses.
El segundo aspecto es el de unas políticas que constituyen un punto de ruptura con la presidencia de Obama: si hace lo que ha dicho, va a suponer un severo retroceso en política sanitaria, de inmigración y medioambiental. Es conocido su rechazo al Obamacare, su hostilidad a los inmigrantes y la idea del muro en la frontera con México y su tibieza con respecto al cambio climático. En política exterior ha manifestado una preferencia por Putin, un cierto desprecio por Merkel y se ha granjeado la impopularidad en China.  En política económica la orientación será distinta también y está por ver  si consigue sus objetivo Trump es un hombre reactivo y, profundamente, reaccionario porque busca instaurar un estado anterior al presente y, como tal, se opone a comprender lo que nos pasa. Quiere restaurar el sueño americano con un gobierno de millonarios como él con un giro claramente antisocial en algunas políticas públicas fundamentales, una política internacional errática y llena de gestos contradictorios y una política económica que está lejos de verse.  Ante Trump, la preocupación por el enigma del futuro de su presidencia. Además, hay otra cuestión: ¿Será Trump, si tiene un mínimo éxito, el ejemplo de otros nuevos reaccionarios y de una clara derechización de la política, si bien, con otros estilos y en otros países? Es pronto para saberlo pero está claro que con Trump todos tenemos un problema.

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