‘Este país no sabe sumar, sí dividir’, lo dijo Iñaki Gabilondo por la Cope hace dos noches. El momento político parece corroborarlo. Democracia adolescente
Carlos Pérez Ariza
El nivel de los políticos profesionales, los electos, no aprobarían la selectividad. Es una generalización, cierto, pero abarca a la mayoría del espectro. Han estudiado poco y han hecho trampas por el camino. Su visión del mundo es corta. Alcanza su vista a los escasos meses de las próximas elecciones. Son electorables adictos. Su universo es el partido. Será porque no conocen otro. Todo dentro, nada fuera. Los independientes, los expertos no tienen vida en su mundo. Mientras acomodan sillones, redecoran despachos y casas del gobierno mayor; desempolvan dosieres ajenos y maquinan venganzas frías, su reloj no marca las horas. Viven en un tiempo atemporal. Le van marcando la ruta a los ciudadanos, esos inocentes que creen que la vida es la verdad que ellos esparcen. Juegan a dos bandas, la pública y la oculta, esa que algunos periodistas vislumbran sin remedio. Sus artes traspasan horizontalmente a todos los estamentos de este país, aún llamado España. Visto así, somos una democracia en funciones, impera una partidocracia bicéfala, a la que le han aparecido discípulos díscolos de parecida calaña. Van en la misma barca con remos encontrados, donde el proceloso mar español se encrespa a babor y estribor. El verbo pactar lo tienen cuesta arriba. Estos son los políticos españoles y algunos más de por ahí fuera.
La democracia parece una falacia. Eso de votar cada cuatro años se ha convertido en un juego de trileros. La democracia es aguantar que haya gente a derecha e izquierda que piense diferente y no se le asesine por ello. De ese extremo sabe mucho España. Aquí se incrimina al opositor mientras se va al fútbol. Se le traza cordones sanitarios, como a los apestados de otras épocas. Aquí se practica el juego cainita de apedrear al semejante. Un deporte nacional de antigua estirpe. El tránsito por la Transición, tras 40 años electorales, no ha sido suficiente para arraigar un talante democrático a fondo. Se tiene la sensación de haber extraviado el camino en ese tiempo. Hay ejemplos a diario, basta leer los titulares y seguir con estupor las declaraciones de altos representantes del Estado y sus alrededores. Aquí se valoriza más la destrucción política del adversario, aun siendo de la misma ribera, que enfrentar juntos los problemas cruciales de la nación. Los pactos en tal sentido son aspiraciones imposibles, que culminan en el territorio de la melancolía o en algo peor.
Aquí, el jefe del Estado parece una estatua solitaria, perdida bajo los olmos de otoño. Le manejan el país un grupo de políticos que han abierto tienda aparte. Guardan las formas del mínimo protocolo al que están obligados, pero más allá de la cena en palacio con besamanos y chaqué, se tiran al monte a sus planes propios. Este país ha estado instalado en el totalitarismo cuatro décadas del siglo pasado. Las heridas infringidas en una nación tardan en cicatrizar, sobre todo si se empeñan en que sigan abiertas. Por eso es de primordial urgencia mirar hacia el horizonte del futuro. Una cosa es que los jóvenes sepan cuánto daño hizo a este país aquella dictadura y otra que el Estado, gobierne quien sea, no se empeñe en garantizarles su porvenir.
Vivimos adosados a una entelequia democrática que se llama Unión Europea. En realidad un entramado burocrático, cercado por sus mismos socios, que trasladan a Bruselas las mismas coles locales. Al menos, han conseguido no matarse entre ellos por primera vez en toda su historia, desde los romanos antiguos a la Alemania Nazi. Son muchos siglos en las trincheras. Sin olvidar a esa Guerra Fría, que dividió el mundo en capitalismo-comunismo, y que la vieja Europa sufrió hasta la caída del muro de Berlín. ‘La memoria del mal’, como la llama Tzvetan Todorov se asentó en este continente; sin olvidarla, ya es hora de superarla. Jürgen Habermas subrayaba que la realidad siempre va por delante y sobrepasa a la idea de una Europa como unidad territorial sólida. Una línea de desarrollo global, nada fácil. No crean que por allí fuera estén boyantes y coronados de laureles.
Hay que pensar en una segunda Ilustración. Los ilustrados pensaban que pertenecer a la raza humana era más importante que ninguna otra cosa. Es la base de la libertad. La tecnología, sin el pensamiento humanista, va a complicar el bienestar de los pueblos, aunque pueda parecer lo contrario, cuando vemos a un niño de diez años manejando su móvil. Desde los aparatos partidistas que gobiernan por turnos, aquí nadie piensa en eso. La reflexión intelectual cansa, porque es el trabajo más duro. Por ahora estamos sumergidos en la sumisión a la partidocracia, una forma posmoderna de vivir en una dictadura blanda, cool, líquida. Este remedo de democracia es el medio para mantenerse en el poder. Basta, por ahora, con cumplir con los preceptos fundamentales de la Constitución Española 78, antes de empezar a modificarla, se avanzaría en servir al ciudadano común y corriente. El problema de primer orden es la casta política, los españoles están cabreados con todos ellos, según el CIS. Resolver eso será el primer paso para enfrentar a todos los demás: Paro, secesionismo, etcétera.