Si un ególatra crece en un barrio cualquiera puede que su sombra no se alargue; pero si, trabajándola, llega a presidente tenemos a un Trump o una versión local de la que hay ejemplares
Esto de los egos desmedidos no es nada nuevo. Cada quien tiene su ego instalado en su lugar, pero hay quienes suelen expandirlo aun sin abrir la boca. Las circunstancias –cuánta razón tenía Ortega– ayudan. Si no se había percatado de que tenía su ego escondido y, por poner, es elegido presidente de una comunidad de vecinos, portero de un banco o de un país, el ego sale a flote como un corcho desde lo más profundo del mar. Aunque dicen los conocedores de la psiquis que ya ese ego estaba esperando su momento, y que el individuo trabajaba para ese día de gloria. Hay ejemplos en la historia. Dictadores, maestros de la egolatría alimentada por sus adláteres, que impusieron el terror al mundo. En medio de consejeros áulicos esos egos alcanzan la dimensión de dioses en la Tierra. Se podría desarrollar la tesis de que el poder (cualquiera que sea) dimensiona, expande y fortalece el ego. Los que están instalados en él, y no sólo en el político, se dejan llevar por ese soplo de aire que empuja sus egos hacia las alturas. Pocos lo pueden controlar. Los aduladores hacen su trabajo y lo alimentan. Una vez iniciada la apetencia, el ego no encuentra medida, su ansia es insaciable.
La admiración a sí mismo de forma desmedida, excesiva y visible viene de raíces griegas: ego (Yo); latria (culto, auto admiración). Estos encantados de haberse conocido son legión en el mundo. Los estudiosos de la mente lo consideran como un trastorno de la personalidad. Gran necesidad de reconocimiento, pero poca empatía con las otras personas. Se les conoce también como narcisistas. Recuerdan a aquel Narciso, que cuando vio su rostro en las cristalinas aguas ya no pudo amar a nadie, sino a sí mismo.
Recientes estudios de la actualidad social, señalan que los ególatras pueden estar siendo desarrollados en las propias familias. La imposición de triunfar en la vida, y que eso va por el camino hacia el poder, el dinero, el lujo. Olvidar con demasiada facilidad que el esfuerzo personal, que las acciones bien hechas se premian, pero que las fallidas se castigan, parece estar en ese refuerzo al ego. Alimentar que se tiene todo lo que se desea porque nos los merecemos, puede estar engordando a un ego sin musculatura para sostenerlo. La televisión da ejemplos diarios de tales comportamientos. Van formándose personas caprichosas, capaces de cualquier triquiñuela con el fin de conseguir lo que desean. Desde el seno familiar puede estar desarrollándose a unos ególatras que, en puestos claves de la sociedad, alcancen su máximo paroxismo particular. Educar en la humildad y equilibrio entre lo que se sabe y lo que se comparte, es, dicen los expertos, desarrollar una personalidad sana y al servicio de la sociedad. Que tu ego no preceda a tu sombra.
Si el ególatra nace en una familia millonaria, donde toda apetencia tiene su asiento, nos sale un Donald Trump. Cuya ambición no tiene medida. Se le ve a simple vista. No es necesario someterle a una junta de psicólogos. Sus actitudes corporales, sus gestos faciales, su forma de sonreír y de mirar a sus colegas presidentes en la reciente Cumbre del G-7 en Taormina, Italia, lo delatan. No digamos si analizamos su discursiva desde que imprecó a adversarios, amigos republicanos y mujeres en general, hasta sus primeras palabras como presidente de los EEUU. Por encima de Trump, ni Trump.
En los predios locales no estamos exentos de la egolatría militante. No sólo ciertos políticos, muchos de ellos aspirantes firmes y celosos por ocupar la presidencia del gobierno de España, sino que hay una amplia gama de egos desatados por todo el mapa patrio. Ahí están esos catalanes que dirigen la gesta independentista. Los variados jueces, fiscales, médicos, periodistas, psiquiatras, policías, generales, futbolistas, académicos, funcionarios, conserjes y consejeros, nobles, contertulios de radio y TV. La parafernalia ególatra es ancha y ajena. El club español de los encantados de haberse conocido no cabe en el territorio. Cada Comunidad Autónoma tiene el suyo con su escudo de armas. ´Sólo nosotros somos imprescindibles’, es su blasón. Una plaga que se ha reproducido como si esto fuera el Egipto bíblico.
Estos y otros menos ostensibles, se consideran personas únicas, convencidos de que poseen aptitudes excepcionales, que tienen una misión en el mundo, cual es mandar y ser obedecidos. Se alimentan de la admiración incondicional de su corte particular. No es infrecuente que oculten una profunda inseguridad y que el intento de superar su baja autoestima los lleve a conseguir la cumbre del poder. Recuérdese a Adolf Hitler: de pintor frustrado a líder nazi. El ególatra aprovecha siempre las debilidades de los demás. Envidia, arrogancia y prepotencia son sus formas de ser. ¿A quién tienen en mente? Aquí en España a más de uno, seguramente. Esos que ven a los demás como seres inferiores, suelen producir reacciones de rechazo. Un ególatra siempre es conflictivo. España está asomada al balcón de la egolatría, que ya cotiza al alza en el IBEX-35.