‘Vivo temiendo abrir el periódico cada día’, ha dicho Clint Eastwood. La frase igual podría atribuirse a cualquiera de los 5,3 millones de parados españoles
Fin de mundo. Esto no toca fondo. 2011 destruyó 600.000 empleos. Si hay algo que pueda empeorar, empeorará y seguro que será titular hoy o mañana. El fin de la crisis española no está ni se le espera. Los bancos no prestan, están a tope de pisos y no saben cómo salir de ellos, con lo cual han reventado el mercado inmobiliario que ellos inventaron. Las empresas que quedan en pie no contratan ni a un alfiler. La cola del paro se enrosca sobre sí misma. Andalucía se lleva la medalla de honor: 31,23 por ciento del total de esos cinco millones y casi trescientos mil están aquí, o sea 1.248.500, ocho puntos porcentuales más que la de España, lo dice la Encuesta de Población Activa –EPA–.
El ranking coloca a Málaga en el segundo puesto con 251.700 parados, la antecede Sevilla con 261.400 y le sigue Cádiz con 201.800. Todas las provincias superan el 31 por ciento, con excepción de Jaén, Granada y Sevilla, que se sitúan alrededor de los 28 puntos de porcentaje. Se mire como se mire, las cifras cantan desafinadas en una Andalucía que ha dejado de cantar, no ser el rap de los ERE. En esta España que sufre en silencio, mientras la guerra fría/sucia del PSOE se desarrolla a voz en grito, ya hay un millón y medio de hogares, donde todos sus integrantes en posibilidad de trabajar engrosan estas cifras vergonzosas.
En esta guerra del trabajo las bajas crecen cada mes, y como no se prevé un cese al fuego, una tregua, un tratado de paz, los damnificados llegarán a los seis millones. La gravedad de esta contienda contra los trabajadores de todas las especialidades y niveles de estudios es mayor que una guerra convencional, asimétrica o de guerrillas, pues no mata al instante, sino que los heridos de larga duración se van consumiendo lentamente a la espera de una cura que nunca termina de llegar. Al comienzo los heridos van al pabellón del paro, donde se les administra un paliativo, pero a los dos años, como máximo, pasan al departamento de los irrecuperables y cesa el tratamiento.
El sistema ha creado un extenso campo de exterminio laboral sin alambradas, sin gases, sin fusilamientos, sin hornos crematorios. Ha sido fácil. Abrieron el chorro del dinero y las tuberías no daban de sí. Se prestaron unos a otros, y a muchos empresarios del ladrillo sin garantías suficientes. Cuando el colapso se presentó, cerraron el grifo, sellaron las fontanerías y pidieron auxilio al Estado, que no puede dejar que un banco se funda. El dinero fresco rescata al dinero dilapidado, que se contamina al instante. En ese momento, la guerra estaba declarada y las bajas comenzaron por donde siempre: por la infantería de a pie.
Ahora se habla de urgentes medidas para paliar esta sangría amarga. Crear empleo es la clave, pero cómo. El tejido empresarial pequeño y mediano está prácticamente destruido. La recesión se ceba con España y se pasea por toda la Europa del euro. Eso significa consumo a la baja e inflación. Alemania marca el ritmo a paso de oca. Ellos pueden, construyen coches en una sociedad del motor y se los venden a los chinos que empiezan a motorizarse. En esta tierra nuestra sólo fabricamos el sueño del turismo, que aún se lleva, pero no es suficiente para enfrentar, con alguna posibilidad de éxito futuro, a esta masacre laboral. El escenario del final de esta guerra contra el empleo no parece tener un horizonte claro; mejor dicho el panorama está más que claro sólo para los que sufren en la primera línea de fuego: ser baja y comenzar a buscar un empleo que no existe.
¿Hay algo más importante que tener un trabajo? Se sabría. En este instante de la historia moderna española, hora aciaga para el recuerdo, no hay una cosa más importante que ponerse de acuerdo, tirios y troyanos, en cómo salir de este infierno bélico. Las consecuencias empiezan a verse: miles de graduados universitarios se van de España, los investigadores también, los menos preparados se rebuscan la vida en una economía de subsistencia sumergida y los que aún cobran un sueldo siguen pagando impuestos cada vez más altos.