Málaga tiene actualmente la cultura como recurso habitual al que agarrarse para defender su formato actual. Ciudad de cultura se traduce en ciudad de muchísimos museos. Cosa válida pero que no resuelve ciertas incertidumbres que el malagueño padece a diario.
A simple vista, la oferta cultural de la ciudad parece ser muy rica: Picasso por todos lados, el triplete de franquicia –pompi, ruso y Thyssen– y un sinfín de mini cosas que se atreven a autodenominarse museos pero cuya sustancia es francamente cuestionable.
En este embrollo de cosas cultas, la ciudad –mejor dicho sus mandatarios-, acuden siempre que es necesario a la cultura como elemento diferenciador. Es evidente y cierto que el viaje de museos que hay ahora no los teníamos hace unas décadas. Pero da la sensación que, a efectos prácticos, todo esto resulta ser parte del entramado de atrezos con los que han creado la Málaga –irreal– actual.
Una especia de Marina D´or que bien pudiera ser “Málag´ar, ciudad de los museos”. Este asunto trasciende poco a la ciudad si bien es cierto que malo no es lo mires por donde lo mires. Pero a efectos prácticos de la ciudad resulta complicado sacar conclusiones de enriquecimiento del malagueño medio.
Son muchas las pruebas para darse cuenta que, a día de hoy, la ciudad de Málaga sufre un empacho de oferta museística pero que, a una inmensa mayoría, le importa tres pepinos. En habiendo centros comerciales y playa, el ciudadano pasa tres kilos de todo salvo que se le ofrezca algo de dimensiones extraordinarias, muy bien trabajado y con poquito dinero. ¿Eso es cultura? No lo sé pero me cuesta creerlo.
A día de hoy, ese necesario separar entre tener museos y tener cultura. Puedes ser un tarugo pero estar rodeado de incunables sobre el ser en el devenir socio cultural de su existencia, que si no los tocas, seguirás siendo un tarugo. Y parece que la negativa a la capitalidad cultural de Málaga, tuvo más motivos reales de los que en principio pudiéramos tener.
Elevando la vista, la ciudad se sigue transformando con el objetivo único de agasajar al turista que recala en nuestra ciudad. Motivo de orgullo para muchos, por cierto, sin reparar en los motivos reales que hacen que aquí se queden. Pero, tras ellos, la ciudad queda a la espera de conocer realmente su futuro como pueblo. Y ahí, encontramos a diario las carestías. Málaga tiene poca cultura viva y real. Nuestra ciudad no acude, responde poco y usa los elementos culturales de manera compleja.
¿Es cultura tener museos famosos pero pasar de largo cuando se derriba nuestro patrimonio arquitectónico? ¿De qué sirve una exposición de Banksy si justo estás planteando cargarte un edificio histórico y construir un Benidorm a su alrededor? Resulta paradójico ese tipo de mezclan que nos hacen pensar que, quizá la capitalidad cultural –real- nos venía bastante larga.
Y es que hay situaciones en las que uno se plantea hasta qué punto las personas se interesan de verdad por la cultura o si ésta está diseñada para ellos o para el guiri del crucero. Así, el Museo Picasso sigue aglutinando a personas durante las dos últimas horas de apertura el último domingo de cada mes con entradas gratuitas lo que conlleva una enorme cola para acudir al museo.
Colas que en ocasiones llegan hasta el Sanatorio del Doctor Gálvez con tal de entrar gratis al museo. ¿Es por carestía o necesidad económica? ¿O quizá por falta de interés real y ausencia de otorgar la importancia real que tienen dichos espacios? Es más que probable que se trate de lo segundo.
Pero sin duda el ejemplo más complejo de esta cara B de la cultura local nos lo regala cada año La noche en blanco. Un espectáculo –nunca mejor dicho-, donde la ciudad y sus elementos culturales deben entregar lo que tienen y hacen a todo el público de tal manera que la cultura supure por la piel de todos los malagueños. Que el ciudadano se acueste borracho de cultura. Que el marido diga a su esposa “Paqui, estoy embriagado de erudición”. Pero, realmente, lo que sucede es una historia un poco extraña, embarazosa y sobre todo incómoda.
¿Cómo se puede disfrutar de un museo rodeado de decenas o centenares de personas? ¿Has ido a un museo en la noche en blanco? ¿Ves bien las cosas? ¿Es agradable contemplar obras con un escándalo imposible? De ninguna de las maneras. Pero alguien dice en los periódicos que hay que salir a la calle. Y que eso es cultura. Y además, si guardas una cola bien larga, mejor.
Y es que suelo presenciar escenas complejas de personas que luchan y linchan con tal de entrar a un museo “porque es la noche en blanco y es público” y que, en la mayoría de los casos, sale por la puerta a los cinco minutos con todo visto. Un consumo pueril de cosas inalcanzables para según qué perfiles. Aquello de la miel y la boca del asno resulta una de las grandes realidades de una noche de supuesta cultura en la que, apuesto un trillón, ninguno de los grandes museos y motores culturales de la ciudad cree.
Resulta improbable pensar que al Picasso o al Ruso les parece bien que masas ingentes de personas –a 0 euros– pasen sin sentido por sus salas como si de una excursión gigantesca de colegio se tratara. Y es que en eso queda la noche. En blanco. Al menos para la cultura. Pero sí para los selfies, las atracciones de feria o las animaciones callejeras que distan mucho de considerarse cultura aún siendo expresiones artísticas –que no es lo mismo- .
Por eso es más que necesario que la ciudad comience a reflexionar al respecto del uso en vano del concepto de cultura. Porque es probable que tengamos mucha menos de la que vendemos. Porque se pierde entre tanta gente. Porque se ausenta cuando se consume como fast culture.
Quizá va siendo hora de afrontar la realidad de que la ciudad se empieza a quedar vacía. De sentido. De esencia. De personalidad. De gente haciendo cosas de gente normal. De creadores y de movimientos. De cultura de verdad. No de tenderetes carísimos para vender lo que ni somos ni tenemos.
Viva Málaga.