Esta tierra es muy complicada. Málaga. La del peine. Y la del sol. La cosmopolita. Y la cateta. La de los brazos abiertos. Y la de la espalda como tarjeta de visita. Y es esta Málaga la que aparece cada cierto tiempo con la cara sonrosada por estar preñada de ingenio, arte y sabiduría para regalarnos a personajes brillantes.
Por lo general, este perfil de personas suele pasar desapercibido para la mayoría de los presentes. No es tierra de homenajes ni reconocimientos a sus ilustres. No es lugar de gloria ni alabanza a quienes destacan salvo que salgas, mucho, en la tele o hagas películas. Si no cumples ninguno de esos requisitos, aquí no tendrás espacio entre el gran público.
Pero por suerte sí que lo tendrás entre los “malagueños especiales”. Ese grupúsculo oculto que adora y rinde pleitesía a todos aquellos que rompen la cáscara del huevo que nos atonta en la capital del sur de Europa. Y ahí está él. Del que hoy escribo y que en pocas horas cumplirá años. Un número redondo. Y por el que todos debemos estar contentos en Málaga. Por convivir con él. Por ser del mismo sitio que él. Y por hacer de esta ciudad un lugar más especial, genuino e interesante. Se llama Juan Rosendo. Y le llaman Juan Rosén. Bordador de Málaga.
Hablar de Juan Rosén en Semana Santa o Cuaresma es engañar a la mente para encasillar en un testero a alguien que abarca toda una casa. Y por eso lo hago ahora. A toro pasado y con el aniversario en puertas.
Rosén es una institución andante. Un profesional serio, cabal y capaz, que tiene como vida lo que bien pudiera ser el guión de una película de las interesantes. Un nueve de abril venía al mundo y comenzaba sus andanzas en la collación de los Santos Mártires. La parroquia de su vida a la que después él mismo dio vida. Persona especial desde chico. Con la sensibilidad hasta en el gesto y con no mucha fortuna en los devenires familiares. Pero con arte. Con el pellizco que alterna lo gracioso con lo puro. Con el empaque de quien se sabe seguro de lo que hace pero con la capacidad de esfuerzo y humildad para no morir de éxito.
Bailaor de Málaga. Con las palmas y los tacones dejados en los tablaos de la costa del sol. Y bailando con los mejores. Y actuando con las más brillantes. Pero con un futuro poco cierto hasta se cruza en el camino una vereda nueva en el arte. En su arte: El bordado en oro fino.
Y es que, por aquellas épocas, en esta tierra bendita del sur no había quien bordara. Eran únicamente las monjas -algunas-, las que servían a Dios con acerico y dedal pero no existía en la ciudad ningún profesional que trabajara de manera seria, formal y recta estas artes tan valiosas. Y ahí llegó Juan. Con lo puesto académicamente a aprender. Y llamó a una de las mejores puertas de su vida. La del Convento de San Carlos en el Perchel. La puerta que le abrió una de sus madres. Una Filipense. Sor Patrocinio. Y fue esta buena mujer la que comenzó a enseñar a Rosén la maestría de quien adora la tela que engulle el oro. Y fue ella quien comenzó a tejer la vida de Juan sin saberlo. Pues es ahí donde comienza a labrar su futuro alguien que a día de hoy es historia viva de Andalucía.
Y tras su formación con la reverenda comienza a bordar. Y se da cuenta de que lo hace bien. Y la ciudad lo reconoce. Y comienza a pedir sus trabajos. Y llegan los primeros encargos con solera. Pero es un señor inteligente. Y para. Y gracias a esas buenas personas que tanto lo han querido y quieren, acaba entrado en el taller sevillano de la madre del bordado. La mejor. Los mejores. El taller de Esperanza Elena Caro. La catedral del oro y la aguja. Y es allí, siendo el único hombre formado por la maestra, donde Juan aprende y absorbe todo lo necesario para convertirse en el mejor bordador que tenía Málaga.
Y abre su primer taller. Y tiene el valor y la constancia para trabajar sin descansar porque es lo que toca. Y se hace grande. Y llega hasta nuestros días habiendo sido el primero de Málaga. Siendo reconocido por la Junta de Andalucía como maestro artesano y con el cariño y el respeto de toda la profesión. Y todo ello siendo Juan Rosén. Que no es tarea fácil. Porque ser Rosén es ser bueno sin parecerlo. Es ser humilde sin que se note. Y es ser un señor sin que queden dudas al respecto.
Y ahí sigue. En su taller de Molinillo del Aceite. Con la vista puesta en Málaga y esa Málaga especial observándolo de reojo para controlar que todo va bien. Pero no es necesario. Porque es un caballero con los arrestos suficientes para saber pasar el testigo. Y ahí están Antonio y Molina. Haciendo arte del arte y aprendiendo siempre del guardián del oro fino malacitano.
Juan Rosén es Málaga entera. Y puedes verlo sin verlo. Y conocerlo sin hablar con él. Solamente hay que ir a Los Mártires para saber quién es. El que cada Lunes Santo predica una homilía caló desde un balcón de calle Frailes a una parroquia que lo admira. Y es que únicamente hay que mirar a María de La O para entender de qué se trata. Y es la magia. El toque de varita que tienen algunos privilegiados en esta tierra. Ahí está él. En la atalaya de los que hacen de esta tierra un sitio interesante. Y no voy a decir nombres de gente con la que compararlo porque puede suceder que alguno esté muerto y al minuto me llame Rosén y me diga “¿Ya me vas a matar, León?”. Y para qué quiero yo más en esta vida que recibir el castigo de Juan…
Málaga te quiere. Te reconoce. Te felicita por tu aniversario y te agradece lo que haces por el arte y la cultura de nuestra tierra. Ojalá muchos como tú por estos lares. Ojalá mucha tierra para reconocerte siempre.
En la ciudad del placebo, la anestesia cultural y la falta de identidad, siempre queda la esperanza al conocer a personas como él. Tranquilos. No está todo perdido.
Y este aplauso va…para Juan Rosén.
Viva Málaga.