Pocas cosas tiene Málaga con tanto valor cultural como los verdiales. Y digo pocas por no decir que es la que más valor tiene. E historia. Muy de lejos de la Semana Santa, los Carnavales o vete tú a saber qué cosa. No hay nada comparables a ello.
Gana en belleza. Gana en historia. Gana en originalidad. Gana en papeles. Gana en folklor. Gana en popularidad y cercanía. Gana en sencillez bien planteada. Gana en todo al resto. Y gana en lo más importante: es Málaga cien por cien.
Los verdiales no son la interpretación de algo según Málaga. No. Son Málaga interpretada. Es un pueblo entero hecho canción y color. Es la alegría.
El día de los Inocentes se convierte en la cita principal del año con la fiesta mayor que, según el calendario del año, sucede un martes de frío, un lunes de lluvia o un sábado de sol. Una lotería poco propia para la vida moderna pero que puede que nos haga un poco menos robots al ver fiesta un día laborable a las dos de la tarde.
Al margen del concurso con sus tres estilos juntos pero no revueltos –Comares, Montes y Almogía– la fiesta sigue siendo en torno a. Un escenario, una carpa y un speaker trinitario son los elementos claves para poner banda sonora a una fiesta que se basa en disfrutar de la música celestial malacitana no tanto sobre el escenario como en torno a las pandas participantes que, antes y después de sus actuaciones dan vida al entorno.
Pero todo tiene posible mejoría. Es difícil regresar a los años de la Venta el Túnel por mil y un motivos con la seguridad por bandera pero observando el número de personas participantes en los últimos años no se hace descabellado una ubicación similar a las de antaño.
A día de hoy la fiesta se celebra en un lugar habilitado. Con carpas y más carpas. Con banderolas de ciento un mundos. Con muchos escudos municipales. Con hashtags de Mágala funsiona y ausencia de improvisación.
Pero aún así sigue siendo un día maravilloso. Una asignatura obligatoria para cualquier ciudadano. Empaparse de la verdadera cultura local que es la que nos licita para poder defender con propiedad.
El único desprecio hacia el analfabeto es para aquél que tiene acceso a la cultura pero la rechaza.
Y por eso hay que venerar la fiesta de los verdiales. Con vino de aquí con precios de aquí. Y nada arrebatará esa pureza. Ni la ausencia de lomo en manteca. Ni ver en la carta de la barra Hot Dogs y Snack. Nada. Imposible. Los verdiales son el último reducto del bastión de la esencia malagueña. Es sudor de cenachero y zumo de un pueblo humilde y trabajador con laudes y violín.
Y es por eso que hay que cuidar las cosas un poco mejor. Sin obsesionarse pero con cierto interés. Porque cabe la posibilidad de que vaya a menos. Y que siga el divorcio entre los verdiales y la capital. Y que la provincia sea única protectora del asunto.
Pero hay algo que llama la atención. Una realidad que da que pensar. Y se observa en el público de dicha fiesta. Hay una bolsa de público variado que incluye desde el despistado hasta los tres muchachos fieles a la fiesta. Y después hay dos grupos mayoritarios: personas mayores y gente moderna. Cuando digo personas mayores me refiero a gente cuasi jubilada que disfruta del espectáculo sentados en sus hermosas sillas de plástico. Y tras los mayores se sitúan los jóvenes igualmente vestidos como hace cincuenta años: los modernos. Sí. Ha sucedido. Los verdiales gracias a su pureza suprema se han convertido de siempre en el fetiche de aquellos que disfrutan de lo no moderno pero bello.
Y los verdiales han aglutinado a un público que si de algo carece es de palmeo público en el pecho por su defensa de lo tradicional.
En la fiesta de los verdiales se ven pocas patillas de pico, pocas señoritas vestidas de campero y pocos españolos adalides del más estúpido y vacío casticismo.
Todo lo contrario. Hay modernidad pura y sensata. Esa misma modernidad que han hecho sobrevivir a los verdiales. El color de lo descolorido. El blanco y negro de chaleco y camisa para escupir colores mil ante la mirada atónita de quienes los disfrutamos.
En los verdiales está lo moderno. Y a la vista está pues el público que lo cuida y rodea es cada vez más del mismo perfil.
Al final los de los perros y las rastas van a ser los que cojan en brazos lo único propio que tenemos mientras los grandes puntales de lo tradicional se entretienen en mostrar lo que defienden mientras se les escapa de entre los dedos de las manos. El año que viene seguirá siendo más hipster aún. Pero seguirá siendo en cualquier caso.
Qué alegría da ver vida un veintiocho de diciembre en el Puerto de la Torre.
Qué festín de salpicones de vino se dio el terragal incómodo junto a la carpa. Pero qué bien se está con los zapatos rebozados si alrededor suena Málaga coloreada con flores de tela y espejitos en los que ver las caras de los jóvenes que regalan esperanza con su propia presencia.
Romero Esteo dijo que la repetición conduce al éxtasis y los verdiales son un compendio de tonos en bucle que embelesan. Y al parecer solamente un segmento social muy particular ha sabido entender que en ellos está la clave.
Si los verdiales llegan a ser vascos ya te iba a decir yo cómo los tenían de cuidados. Si tienen como oro en paño una fiesta de cortar troncos, imagínate con algo bonito de verdad…
El año que viene seguro que seremos más. Y probablemente brindemos con vino dulce sin etiqueta y con aceitunas partidas que alguien nos ofrezca. Y beberemos verdiales. Y respiraremos esencia y pureza servida en platillos dorados y cintas de colores con letras de gente buena.
Viva Málaga y sus partíos de verdiales.