Soy un disfraz de progre

5 Mar

Las mujeres suelen hablar de la incomodidad del periodo. Su periodo. Pero realmente no sé si está al nivel de pesadilla del otro periodo existente, el electoral. Ha llegado la hora del fanatismo, la rusticidad verbal y las exageraciones. Gente que dice barbaridades sobre otras y que al ratito se dan la mano y cruzan pasos por el mismo salón. Horrible. Y más duro aún es observar cómo se ha profesionalizado hasta tal punto la política que, incluso entre concejales, se observan movimientos, codazos e improperios propios de cualquier empresa privada cuando hay meneos.

A Málaga también ha llegado y se han colocado la armadura los cabezas de lista –que no las cabezas listas- y sus batallones que saltan a la mínima para inmovilizar al enemigo.

Hace unos días se celebraba en la Diputación el pleno extraordinario por el día de Andalucía para entregar los premios “M” de Málaga. Una distinción con la que la corporación pretende reconocer la labor de bla, bla, bla. Vamos, una especie de gala de Andalucía como la de la Junta pero en chico. Bien. Premios. Distinciones. Palabras. Saludos. Aplausos. Y fotos. Muchas fotos. Con los premiados y tal.

Es en ese momento en el que observo una instantánea en la que aparecen algunos premiados y los representantes públicos. Recuerdo que aparecía Francisco Conejo –de traje-, Elías Bendodo –traje- y Antonia Morillas –vaqueros, camiseta o blusa y botines o zapatillas rojas-. Bien.

Este retrato me llama la atención. Y es que suele ser habitual la aparición de políticos de izquierdas con improntas fuera de lo común. O de lo normal. O de lo que dictan los modales. Lo que viene siendo hacerlo al revés de lo que los mortales hacemos.

Tal impronta me llama la atención pues resulta extraño aparecer de sport en una gala, en una convención de cualquier empresa importante o en la entrega de unos reconocimientos. Y qué idea la mía, que se me ocurre participar esa foto en internet para saber si realmente estoy en lo cierto o mi sorpresa se debe a que soy un masón malo -¿?-.

Pocos minutos pasan hasta que recibo un tuit con frase potente de Antonia Morillas. Y era así: “Yo me visto como quiero”. Chas. Fantástico. Deslumbrante. La sensación fue similar a ver por primera vez la escena de las tablas la ley o algo así. La revelación. Poquito después ya salían adláteres con retahílas variadas: Que si en eso no es en lo que hay que pensar, que si no veas la de problemas que hay, que si clasismo, que si machismo, en fin… el pack clásico que se sacan entre ellos y al que –la mayoría de los mortales- no estamos acostumbrados cuando se trata de debatir.

Pero es interesante reflexionar al respecto de algo realmente significativo. Y es que a mí – que no soy precisamente de la cuerda de Blas Piñar– me resulta llamativo cómo los políticos viven de espaldas a la vida real de los normales.

Se han creado una esfera propia de autopleitesía donde no contemplan otra opción que la de llevar la razón. Y de entre esos sistemas que usan bajo su “perfección” se encuentran los disfraces. Hay políticos de izquierdas que no contemplan la posibilidad de ir bien vestido en situaciones que para nosotros son importantes. Se disfrazan de progresía y no se dan cuenta que la igualdad no pasa por llevar una tira de pelo muy largo sino en conseguir que todo el mundo tenga un sueldo digno.

No se dan cuenta que para llevar una palestina hay que tener muchos tiros dados para que no parezca un disfraz extraño. Y no entienden que la gran mayoría de los progres y curritos a los que ellos quieren convencer son los que sacan los dientes todos los días en Andalucía para poder sobrevivir en un supermercado, una empresa o como autónomos.

Y a esa gente, a la del uniforme de Mercadona o al comercial de tornillos no le puedes presentar tu trabajo como una cosa pasota, con cara de pocos amigos y vestida de sport. Porque así no se vive de verdad. Porque vestirse como uno quiere solamente lo hace un rico. Porque la gran mayoría de personas que viven de su trabajo no pueden ir en tenis colorados a ver a su cliente o a la reunión con el jefe de su empresa. Eso sí, hay una excepción y es que trabajes en un lugar con sueldo público en una institución en la que sabes que difícilmente tendrás problemas. Y es probable que por eso la señora Antonia no tenga dificultades en sacar pecho con afirmaciones populares.

Qué suerte vestirse como uno quiere. Y qué suerte poder tener a tus jefes delante e ir en vaqueros. Yo no puedo decir lo mismo ni hacerlo si tengo que ver a un cliente o reunirme con alguien importante. Bueno sí, podría; pero seguramente sería de las últimas veces que acuda.

Han conseguido lo contrario. Han localizado al enemigo conservador pero han acabado siendo del mismo equipo lejano de la sociedad. Y es que resulta complejo que vayas a una entrevista de trabajo con un sueldo de 50.000 euros anuales –eso parece ser que cobra la señora Antonia aproximadamente- y lo hagas en vaqueros y tenis. ¿Por qué? Porque la vida es así. ¿Justa? Todo lo contrario. Pero es la que hay.

Y ya estamos cansados de escuchar a los de derechas hablarnos de igualdad desde el caballo. Pero ya el recopetín es que nos hablen los otros con el mismo disfraz pero desde la camaradería.

Que no. Y lo que no que no es que ante este tipo de reflexiones saquen el argumentario chusco de que reflexionar sobre la impronta es evitar lo importante y que es clasista y que es machista o vete tú a saber. No. Y cien mil veces no. Primero, que estemos en crisis no hace sino evidenciar quién vive como Dios. Segundo, el clasismo es despreciar a quien no piensa como tú. Tercero, una cosa es vestir como se quiere y otra como se debe. Cuarto, cuando el alcalde o el presidente de la Diputación vayan a un pleno en tenis y vaqueros hablamos. Y quinto, a lo mejor va a resultar que por muy disfrazado de Canteca de Macao que se vaya, a la hora de la verdad no se hacen bien las cosas. Y ahí está lo importante. En el resultado. En el trabajo. Y de eso hablan los datos electorales.

Calma. Que no ganáis ni al solitario.

Viva Málaga.

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