Escribir no siempre es una tarea solitaria, para eso están las antologías, que te devuelven un poco a los tiempos del colegio. La profesora de literatura nos ponía un tema; por ejemplo, “El mar” o “La primavera”, que son motivos muy recurrentes y nos daba una hora para desarrollar la redacción. Aquellas clases fueron como un anticipo de lo que serían los talleres de creación literaria, cuando ni se sospechaba que algún día podrían existir y servía no sólo para ejercitar la gramática y el vocabulario, sino para que la profe supiera cómo éramos cada una de nosotras ( mi clase era exclusivamente femenina) y para que también nos conociésemos las alumnas.
Hay que ver cuántas versiones pueden dar de sí los temas tópicos y cuántas podrán dar todavía. Si el mar era para algunas, la experiencia festiva del verano y la primavera, el renacer de la vida, para otras era la tentación suicida de un poeta romántico o el paradójico desconsuelo de una joven que, en plena flor de la vida, llora por una frustración de amores (sin duda, lo mío iba siempre más en la segunda línea melancólica).
Ya, de profesora, tomando este ejemplo, ponía a mis alumnos redacción los viernes en mis primeras clases de lengua, con la ventaja añadida de que me tocó un grupo muy aventajado y creativo. Era increíble el diverso partido que le podían sacar a un tema como “El aburrimiento” y lo que yo disfrutaba leyendo sus textos en aquel destino remoto de Ayamonte, tan próximo a Portugal, mientras chillaban las gaviotas y golpeaban con sus alas los ventanales de aquel caserón decimonónico.
Ahora con los hábitos del Twitter, es difícil hacer que un alumno escriba más de veinte líneas, pero yo espero que la hora de redacción y los escritos de un folio se recuperen, como también las horas de silencio en las bibliotecas. Hay que empeñarse y, como dijo Cela, el que resiste, gana.
De momento, yo he vuelto a recuperar esa magia de las escrituras grupales del colegio gracias a las antologías. He compartido con otros autores temas como el mar, el sexo y el cine en los compilados de Azimut y ahora por la iniciativa de editorial Algorfa, en una edición coordinada por el escritor Ángel Domínguez (“Pasaje Begoña. Contaré lo que fui”.), comparto con once colegas la experiencia del Torremolinos de 1971 en el pasaje Begoña, cuando se hizo la gran redada por la que fueron detenidas más de 300 personas a causa de su condición homosexual. Interpretar un acontecimiento así, del que se tiene tan poca información ya por simples razones de cronología era todo un reto, pero nada es más apasionante que los retos, de modo que la tarea de documentación y de sugestión hasta poder meterse en la piel de un homosexual de los principios de los 70 en Torremolinos ha resultado fascinante. Escribir te permite viajar en el tiempo y en el espacio y vivir muchas vidas, de eso podría hablar largo y tendido Julio Verne, que viajó mucho más gracias a su pluma que a sus escasas posibilidades económicas. La paradoja del escritor es que es un aventurero, amarrado por fuerza a una silla.
Viajar a Torremolinos no parece complicado si se habita en Málaga, como es mi caso, pero allí ya no estaba lo que hubo en el pasaje Begoña, que, siendo en su esplendor, un punto de encuentro internacional para gays y también heteros con ganas de fiesta, se ha visto reducido a un callejón sombrío, aunque poco a poco van apareciendo con el nombre antiguo de los bares o sus propietarios una diversidad de comercios; por el momento la inmobiliaria “Pia Beck” y la agencia de viajes, “La Sirena”…
Viene un niño, de rasgos morunos, a darme un folleto de dicha agencia, “para que viaje donde yo quiera”, me dice. Yo le cuento que aquel pasaje fue muy importante en tiempos pretéritos y él con esa mirada insaciable y curiosa propia de la infancia, me guía por cada rincón:
—¿De verdad? ¿de verdad?- me pregunta.
-Por supuesto, y ahora este lugar volverá a tener tanta fama como en esa época y vendrá a visitarlo gente famosa desde todas las partes del mundo.
El niño ilusionado mira las puertas cerradas de los locales y el lúgubre portal de luz macilenta de su edificio de pisos.
—¿De verdad? ¿De verdad?- me vuelve a preguntar.
Asiento y él no puede disimular su alegría. En ese momento, bajan del edificio, unas hermanas suyas con la cabeza velada, acompañadas de un amigo.
—Aquí va a haber una gran fiesta y lo mismo hasta viene el alcalde- les comunica.
Ellos escépticos se encogen de hombros:
—Vale, ¿te vienes a dar una vuelta por el paseo marítimo?
El niño no se va. Se queda conmigo y juntos imaginamos el antiguo esplendor del pasaje. Tenemos esa infancia compartida de imaginar. Su compañía y su entusiasmo me hacen cobrar fuerzas para escribir los relatos.
De vuelta a Málaga, voy experimentando esa metamorfosis que se apodera de los escritores en el proceso de creación y, días después, cada vez que abro el ordenador, soy Walter, un aristócrata escocés de inmensa fortuna que, al serle diagnosticado su próximo fallecimiento, decide viajar de incógnito al pueblo más moderno del mundo, donde, según le han dicho, cada día es sábado y cada noche fiesta.
A medida que tecleo se esfuma a mi alrededor el tiempo presente y regreso donde nunca estuve como un extranjero perdido que busca con ansiedad un pub donde tomarse un güisqui y se topa con el Tony´s, donde un pintoresco muchacho, lo atrapará con su personalidad efervescente y vitalista para sumergirlo en una vorágine de juergas encadenadas y locuras, que lo harán olvidarse de la familia que dejó en Escocia y hasta de su diagnosticada muerte.
Construyo, sin duda, una hipótesis que podría explicar el fatal desenlace de las redadas en la noche del 24 de junio de 1971; algo que de tan ficticio podría llegar a ser real.
Con gran intriga, pues hasta el momento, no he leído los relatos de mis compañeros de aventura, me pregunto cuántos pasajes Begoñas habrá dentro del libro, tan hipotéticos y, a la vez, tan veraces y tan diversos y una vez más agradezco la posibilidad de participar, como escritora y, más aún como lectora, de esta magia llamada literatura.
Coger la guitarra y colgarte la mochila, para trasponer al Torremolinos de los primeros setenta, en busca de la homosexualidad perdida, entonces, que ni existía esa palabra y en los círculos distinguidos se decían invertidos – y casi todos guiris – cuando no “maricones de vicio, que son los peores”, debe dar material para conseguir trenzar una buena historia, que reivindique un pasado donde, salvo en ciertas islas dispersas de la costa, ignotas para la mayoría, el tabú y la carcajada maliciosa, la coplilla inmisericorde, alegraban el día a día de la gente corriente y moliente: “A la entrá de Torremolinos, han hecho dos carreteras, una pa los “marineros” y otra pa las tías güenas”. Marinero era la forma coloquial y marenga, como esos famosos hermanos que acompañaron a Colón-Colón y su hijo Cristobalito, es decir, normalito, pero nació así y es más gracioso…
El caso del Pasaje Begoña apenas sí trascendió hasta hoy, cuando lo sacan a la luz; y si no hubiese sido por la cantidad de personas de costumbres licenciosas implicadas, no habría pasado de ser un episodio más en la lucha contra lo inmoral y lo perverso; que a veces bastaba un simple ataque de cuernos de cualquiera, con rango de autoridad y la permisividad policial se iba al garete, como así parece que ocurrió. Por derecho, pero sin estado de. Más problemas reales, de borracheras y peleas, había cualquier noche de discoteca en Torremolinos, pero los tíos lo arreglaban a su manera, a hostias, con las chicas pendientes, por si necesitaban un pañuelo, alguna atención médica…El rey del Boga-Boga, discoteca puntera entonces, le llegaron a llamar a un conocido. Por bruto.
Seguro que lo bordáis. Suerte y a ello, Lola
Para mí que allí ocurrió algo parecido a lo de Miguel de Molina. Se me ocurrió desarrollar esa hipótesis en mi relato “Llámame Walter” y, según lo que tú dices, igual esa ficción fue real.