El amor al arte es, como todos los amores, desinteresado; una pasión tan absorbente que no deja lugar siquiera para el afán de lucro o el deseo de gloria y que admite jornadas de intensísimo trabajo sin horarios ni huecos de ocio y toma como placer lo que para otros sería sacrificio. Para el artista convencido- si este término no es ya redundante- la verdadera recompensa es la satisfacción de una obra bien hecha y el auténtico lujo el tiempo, todo, para llevarla a cabo y también la soledad y la calma precisas y preciosas.
Se trata de una pasión loca y ciega, como todas las pasiones, porque si el artista es perfeccionista (otra redundancia) nunca llegará a estar del todo satisfecho con ninguna de sus obras. Artista y feliz, no lo quiere Dios, decía Manuel Machado.
Me pueden venir a la memoria muchos nombres para ilustrar esta conducta, aunque ahora el que tengo en mente es José Nogales Sevilla. Nogales fue un pintor malagueño, alumno de la Escuela de Bellas Artes del siglo XIX, que, como otros, recibió enseñanzas de Bernardo Ferrándiz con gran provecho.
De aquel joven apocado y autodidacta, que copiaba en casa estampas iluminadas, hizo el valenciano una figura de primer orden, ilustrándolo con sus técnicas sobre la luz y el color y su insistencia en pintar siempre del natural y hacerlo también al aire libre. De este modo, el aventajado discípulo, logró obtener una medalla de oro en una Exposición Nacional con su magnífica obra, “El milagro de Santa Casilda”, que ya se puede admirar en el Museo de Málaga.
Después de esta consagración, Nogales podría haber buscado, como otros, el triunfo en Madrid; la Corte, pero se negó a hacer las maletas, por más que le insistió su también maestro, Muñoz Degrain, y tampoco quiso ir a Chile, donde podría haber hecho una fortuna, retratando a sus próceres.
El pintor, como el marinista Emilio Ocón o Denis Belgrano, se aferraba a su ciudad, en la que encontraba el tiempo y la paz para dedicarse de lleno a su pasión. No aspiraba a más, ni a menos, que a hallarle con el necesario detenimiento los matices al alma de las flores, que, por fin, se convirtieron en protagonistas de sus cuadros, si bien esa sensibilidad por lo floral ya se anunciaba en las rosas blancas del Milagro de Santa Casilda y en Floristas valencianas, también en el Museo de Málaga.
La tradición de la pintura de flores fue muy fructífera en Málaga. Ya la prodigaba el maestro Bracho Murillo, llamado “pintor de flores”, en su clase de señoritas- eran los motivos más indicados para el sexo femenino- y no fueron pocos sus seguidores, también masculinos, por razones también de lucro. En los recibidores de los hogares malagueños -al uso holandés- se puso de moda recibir a las visitas con un cuadro floral.
Luis Grarite, que ganó un segundo premio en el concurso, convocado por la visita de Alfonso XII, con su cenachero (actualmente en el MUPAM), intentó este motivo comercial para subsistir en su madurez, pero ante tanta competencia, cayó en la miseria y hasta perdió la razón, sorprendiéndole la muerte a los cuarenta años en un psiquiátrico.
Nogales fue mucho más longevo, aunque la última etapa de su vida le resultó muy penosa, pues debido a sus constantes ataques de hemiplejia, quedó relegado a una silla de ruedas.
Era ya entonces director de la Escuela de Bellas Artes, pero tuvo que dimitir, hastiado por las constantes peleas de los profesores en los claustros. A esas alturas, ya había perdido la capacidad para pintar -el peor de sus dramas- pero, sin embargo, le quedaba la recompensa de haber sido el artista que mejor había comprendido con sus pinceles el alma de las flores; labor de muchas renuncias y horas de dedicación, que no fueron en vano.
Habrá siempre espíritus sensibles que admiren en museos y, entre sus colecciones particulares, esas flores que hablan de exquisitas delicadezas; sus flores no son flor de un día, son flores inmortales.
Hace unos días fui al Cementerio Histórico de San Miguel a buscar la tumba de Nogales Sevilla.
Pasé por el panteón de los malagueños ilustres donde descansan juntos, entre hileras de naranjos, los pintores irreconciliables; Bernardo Ferrándiz y Joaquín Martínez de la Vega, que ya deben haber hecho las paces.
La paz, sin duda, reinaba en aquel recinto, que permite al visitante viajar al pasado, y recorrer la historia más próspera de Málaga en ese bosque de piedra, que componen las líneas equilibradas de panteones neoclásicos y de aquellos neogóticos, cuyas agudas torres apuntan al cielo.
Las flores también participaban con su presencia de aquella límpida y diáfana mañana de primavera. Cerca de la tapia, estallaban de hermosura, rojas como la sangre, pacíficos, rosas de Sevilla, espinas de Cristo, aves del Paraíso…
Sólo un artista amante de las flores, puede sacarles tanta hermosura, y ése es Manolo, el jardinero del camposanto. Charla él de sus flores y de sus setos de mirto, como quien habla de una enamorada o de un hijo. Su vocación por lo vegetal le viene de lejos. Ha sido impresor para la Diputación de Málaga y conoce el papel, en todas sus texturas y calidades, como las niñas de sus ojos chispeantes y celestes.
Yo creo que a Nogales Sevilla le tiene que gustar mucho descansar entre tantas flores mimadas por ese otro artista, Manolo. Y no se me ocurre que haya algo más hermoso que dedicarle la vida y la pasión a las flores.