Ayer recibí cuatro cartas de amor. En papel como las de antaño. Fue una experiencia muy emotiva, porque el cielo gris de esta primavera, que vino pareciéndose tanto al otoño, le ponía a la escena un acento becqueriano o ceciliano como aquello del nueve de noviembre con el ramito de violetas.
Lo que pude leer al extraer las hojas de los sobres fue realmente conmovedor. En aquellas líneas se expresaba una ternura infinita. Quienes redactaron tales textos decían estar muy preocupados por mí y guiar todos sus esfuerzos hacia mi felicidad.
Aquello parecía amor, amor del verdadero, pues los remitentes me llamaban por mi nombre y me decían estimada. Igual lo que me decían, me lo podrían también haber dicho por internet y hubiera sido más ecológico, pero el marketing que es psicología aplicada al mercado está por buscar en el consumidor la fibra sensible y a ello va, cueste lo que cueste.
Si los afectos de los particulares ya nos llegan con postales virtuales por email o por las redes sociales, nunca nos faltarán en el buzón las declaraciones de amor de las entidades bancarias o las propagandas políticas. Esto invita a una reflexión; será que algún poder hay en el papel cuando los que mandan o pretenden mandar apuestan por él.
El papel. Este fin de semana el papel tendrá su máximo protagonismo. El resultado de las elecciones generales dependerá de lo que dictaminen unas papeletas. Éste es, sin duda, nuestro papel. Quienes pretendan nuestros favores han debido currarse el cortejo, aunque, tal vez, a estas alturas, ya no baste con las cartas amorosas o las fotos fotogénicas.
Tal vez, pues esos recursos han dejado de funcionar con los desengañados ciudadanos, lo que habrían de enviarles por correo son los programas. Apuesto a que un buen programa, sintetizado y en papel- con sus definidos apartados en negrita; educación, sanidad, empleo, cultura, pensiones… -mueve más las voluntades de los electores que unas cuantas frases de cumplido o la visualización de un debate que termina por convertirse en cuadrilátero.
La lectura es en papel y no en pantalla. Los expertos en competencias digitales aseguran que el límite de palabras que un usuario lee en su ordenador o su móvil es de 245. Se trata de un dato alarmante, pues si nuestra dosis de lectura está limitada, también, por ende, lo estará nuestra dosis de información, nuestro pensamiento y nuestro juicio crítico.
La cuestión no creo que esté en reducir los textos para adaptarse al público sino en crear textos seductores, independientemente de la longitud. El público lector no es perezoso. Cada tomo de las trilogías que se pusieron de moda; Millennium, Las sombras de Grey, etc, tenían alrededor de 600 páginas y fueron devoradas por millones de personas. Por supuesto, en papel.
Si se pone en duda la calidad de estas novelas ha de ser por otras causas que por su longitud. Si la longitud es contraria al valor de una narración, bailarían en la cuerda las obras de Tolstoi y Dostoievski y Balzac y Proust, entre otros muchos.
Cierto es que, desde las redes sociales, se lee y se escribe más que nunca ¿pero en qué condiciones? La impaciencia digital- mal ya diagnosticado- impide que se lean más de cinco líneas y, por ende, la falta de lectura amplia y correcta da lugar a que los usuarios escriban textos plagados de fallos gramaticales y faltas de ortografía.
Decía nuestro Manuel Alcántara, autor de referencia en la actual Feria del Libro, que en nuestros tiempos ya no hay el alarmante índice de analfabetismo que hubo entre los años 20 y 30 del siglo pasado y, sin embargo, hay muchos analfabetos que saben leer y escribir.
Si el índice de lectura, digamos serias y completas, es bajo, no podemos culpar a “una mayoría ignorante” como si fuésemos una raza superior, encumbrada en una torre de marfil.
Hay que comprender que ciertas jornadas laborales de tropescientas horas dan de sí, al llegar exhaustos a la noche, sólo con un ratito de tele antes de caer rendidos en el sofá. Las condiciones de trabajo tienen que mejorar para que el ocio sea accesible a todos y puedan disfrutar de tantas posibilidades como ofrece la cultura, que no tiene que ser un coto para clases preferentes.
El tiempo libre, por otra parte, es un privilegio para los solventes, pero para los parados es una condena; es muy difícil que quien está a pique del desahucio e igual ya ni siquiera cobra el paro se haga acólito de las artes y piense en algo más que luchar por la supervivencia.
El escritor, que en muchas ocasiones es aliado de estas miserias, debe entender que antes de criticar la desidia de sus lectores posibles- o imposibles- ha de contribuir a crear las condiciones para que los lectores, por lo menos, puedan serlo.
Es mi postura, claro, yo creo más en la literatura del compromiso que en la del virtuosismo, que no quiere decir bajar la calidad, sino concluir una obra con la satisfacción de haber hecho algo útil. Igual nos dejamos la piel año tras año sin conseguirlo, pero el simple hecho de intentarlo vale la pena. Seré una ilusa y, sin embargo, es ésta la única ilusión que me anima a seguir escribiendo.
Ja, Ja.
Y yo que estaba emocionado, resulta que probablemente recibí las mismas cartas de afecto inusitado.
En el amor, el sentimiento religioso, la política, la dieta……..; se empeñan en endilgarnos códigos inexistentes.
Menos mal que la realidad es mucho más fascinante, con nuestros propios equilibrios inestables.
Saludos cordiales.
Pero ese momento en el que te sientes tan amado, aunque sea por el interés, vale un potosí. Luego el cariño se esfuma y llegan los decretos ley y los recortes, ay…qué vida ésta