Cuando paso por los despojos de los edificios donde yacen el Cine Astoria, el Cine Victoria y el Cine Andalucía, me entran ganas de componerles un inspirado epitafio como hizo Rodrigo Caro en memoria de las ruinas de Itálica ¿qué ha sido de aquellos espacios hermosos donde el séptimo arte era dignificado como espectáculo social? ¿Qué ha sido de aquel primer rito de ocio democrático en el que las clases populares por un módico precio también accedían al derecho de disfrutar de butacas confortables, a veces, forradas de terciopelo, desde donde observar, codo a codo, con los gerifaltes, mundos lejanos, aventuras exóticas, salones de la alta sociedad, sueños, en fin, de otro modo inaccesibles? ¿qué fue de nuestros cines de Málaga en particular y de España y todo el mundo en general? Esos cines con palcos, techos de frescos alegóricos y hasta lámparas de araña; ese lujo al alcance de cualquiera en las noches de los sábados, que sabía a golosinas y a saliva de besos furtivos en la permisiva oscuridad ¿quién nos ha robado aquella última ilusión, que eran las dos horas de alivio en la semana gris de tantas vidas inocuas y hasta miserables?
El cine como espectáculo y también como protocolo está ya difunto y enterrado en el mundo en general y en Málaga en particular, donde fue divulgado por la iniciativa del inquieto empresario, Emilio Pascual, quien a finales del siglo XIX lo llevó en sus barracones ambulantes (Cine Pascualini) a la plaza de la Merced. Concurrían a aquel rito masivamente todos los estamentos, mezclados en amasijo, desde matrimonios de alcurnia hasta obreros, doncellas, soldados y marineros. Todo aquel gentío que pugnando por ocupar las limitadas localidades destrozaba el mobiliario de la plaza para no perderse la magia de las primeras imágenes en movimiento que componían las películas mudas, amenizadas por la música de un pianista a pie de pantalla y que reivindicó “The Artist” en uno de los filmes más logrados de la reciente cinematografía.
Todavía a finales del siglo XX las salas de cine fueron un ingrediente esencial en nuestras vidas. Entre mis más gratos recuerdos de la infancia está mi primera sesión de cine en el Cine Aliatar de Granada. Por asuntos de trabajo, mi padre fue trasladado a esa ciudad y, con el nuevo piso apenas montado en las fiestas de diciembre, nos fuimos toda la familia a ver “Muchas gracias, Mr. Scrooge”, basada en “Canción de Navidad” de Carlos Dickens. Yo tenía cuatro años, pero aquella película la recuerdo con la nitidez de antesdeayer. El avaro anciano Scrooge era visitado por los fantasmas del pasado, el presente y el futuro y, al comprender, que por su conducta egoísta y codiciosa moriría solo y aborrecido, se volvió bueno y generoso. Me creí aquella bonita transformación de personalidad- aunque hoy día me parezca imposible- y casi me fui contenta a mi nueva casa, si no es porque a mitad de camino nos encontramos con un solitario cuarentón que haciendo eses, tocaba una zambomba. La realidad, después del cine, es muy dolorosa y todavía me pregunto qué tipo de fantasma se le había aparecido a aquel patético transeúnte.
En el Aliatar, ahora discoteca, vi también “El gran dictador”, creo que dos años después, y nunca olvidaré aquella significativa escena en la que Charles Chaplin, caracterizado de Adolf Hitler, bailaba con el globo del Mundo en sus manos. También en ese mismo cine, a los catorce años, me enamoré de John Travolta, viendo Grease, y durante un par de años no quise ser otra cosa que Olivia Newton Jones.
Yo he sido, comprendedme, una de esas generaciones marcadas por el cine y cambiante, según el cine y sus espacios iban viniendo. Si a los catorce todavía estaba con Grease, a los dieciséis cambié el Aliatar por el cine “Don Bosco”, donde me llegó un fuerte impacto por la proyección de una película de Ingmar Bergman, “Gritos y susurros”. En realidad, no me enteré de nada, pero intuía, según lo visto, que la realidad era mucho más compleja de lo que me iba pareciendo hasta el momento. Aquellas sesiones de películas sesudas eran promocionadas por un cura cinéfilo que luego hacía cineforum, aunque la consigna era largarse antes de que empezase a hablar, pues decían que era un rollo. Ahora me lamento de eso, como de otras cosas, pues tal vez, si me hubiera quedado allí, no habría tardado tanto tiempo en entender a Bergman, pero, a esa edad, nos lleva la corriente, cómo no.
Por fortuna, la corriente en la Universidad de Filosofía y Letras de Granada, donde estudié, nos llevó a los maratones de cine, donde pululaban Pasolini, Fellini y Bertolucci y aquello formó caudal en mi sangre. Nada es igual después de ver a estos grandes. Nada.
La continuación natural de un estudiante de Letras en Granada era frecuentar el Cine Alhambra. Allí conocí a Woody Allen y, como era lógico, me enamoré de él mucho más que antes de John Travolta. Que un intelectual te hiciese reír era lo más de lo más y sucumbí a su hechizo, literalmente. Un buen humorista, con su pertinente digestión de clásicos y su espíritu crítico e iconoclasta es lo mejor que le puede pasar a un aprendiz ¿cómo no lo íbamos a adorar?
Pero el Alhambra no era sólo un cine para las películas de Allen, sino para todo el cine alternativo y aperturista. En él vi “La jaula de las locas” y “El baile de los vampiros” de Polánski y me pude permitir una visión más amplia de temas hasta el momento censurados. Vi, comprendí y aprendí.
Cuando regresé a Málaga, la ciudad de mi sangre, las salas de cine ya estaban agonizando por tendencia global. El cine Astoria estaba por cerrar y el Cine Victoria y el Cine Andalucía daban sesiones de cine independiente europeo; hermosas películas que no olvidaré nunca como “Un hombre de verdad” sobre el fantasma que es un chico producto de un aborto ¿qué pasaría si los abortados fuesen presencias que deambulan por nuestro mundo real? Tal vez eso nos preguntamos aún los dos espectadores únicos que estábamos en la inmensa sala ya cerrada.
En fin, por unas razones y por otras, el cine nos está siendo vetado, sobre todo, como espectáculo compartido. Los que lo vivimos así hemos publicado una antología de relatos para recoger aquella experiencia; “Siete Salas” (Ed. Azimut); que es un conseguido canto a lo que son las ruinas de un mundo que fue muy hermoso como espacio y experiencia. Toda ruina gloriosa merece un epitafio.
¿Cerramos con Mecano…?