Volver a lo nuestro

23 Nov

Parece que se acabaron las generaciones de las Yésicas y los Yonatanes. Hoy, estando en una zapatería, ha entrado una orgullosa madre con carrito doble de bebés, tripulado por dos esplendidos mellizos de mejillas rosadas y rollitos en las piernas. Son mi Pepe y mi Lola, declara pletórica y, como primeriza entusiasta, no pierde ocasión de cantarnos las excelencias de sus vástagos: Pepito es más rubito y claro de piel, sin embargo, Lolita es muy flamenca, morena y de pelo negro y rizado. Le hago a la niña una mueca y me responde con una sonrisa que no le cabe en la cara. Si digo que es bonita, me quedo corta.

En fin, Lola y Pepe. He abogado durante muchos años porque regresen nuestros nombres de siempre y, al final, mi deseo se ha cumplido, pero hay más. Cuando cruzo la calle Compás de la Victoria, encuentro un bar nuevo que suplanta a la antigua hamburguesería. En su pizarra recomienda a tiza; croquetas de puchero, cazón en adobo y magro con tomate. No hay duda; los niños ahora se llaman Lola y Pepe y el cazón en adobo destierra a la hamburguesa. Saturados de la globalización, hemos vuelto a lo nuestro. Cierran burguers y pizzerías y, en su lugar, abren marisquerías que se petan de clientes autóctonos y extranjeros, ávidos de boquerones en vinagre, conchas finas, cañaillas, búsanos y mejillones, que ya estaba bien de mozzarella fundida y carne picada…mejor así, muchísimo mejor. Nos estábamos hartando de viajar a lugares diferentes, donde todo era lo mismo y de que nuestro país se diluyera en igual homogeneidad. Viva la diferencia en todos los idiomas y vivan los idiomas diferentes, más allá del inglés americano. Hemos vuelto a ver la luz, la luz mediterránea y la hemos preferido a los sótanos eléctricos del centro comercial. Más valen los mercadillos al aire libre que las grandes superficies comerciales. Tal vez nos han abierto los ojos los turistas; esos que vienen aquí a disfrutar de lo que no tienen en su tierra, donde en invierno el sol se pone a las tres de la tarde. Así ha sido. Nos hemos dicho, si ellos gozan de lo nuestro, ¿por qué no lo gozamos nosotros? ¿A qué viene sumergirse en la oscuridad si afuera hay un sol radiante? ¿Para qué comer su comida basura cuando ellos vienen a solazarse con nuestras cosas ricas?

Hemos vivido en el engaño, creyendo por complejo que en sus países gozaban más, pero cuando los vemos venir a recrearse en nuestro medio, empezamos a valorarlo. Igual tendríamos que haber llegado por nosotros mismos a esta conclusión, pero nos falló la autoestima y sólo ahora que los encontramos en hordas invasoras por las calles o planeando jubilaciones en pueblos y ciudades de nuestro entorno, se nos ocurre que si prefieren lo nuestro a lo suyo, es porque tal vez lo nuestro es mejor.

Sin duda, hemos sido algo idiotas, pero nunca es tarde para recapacitar. Si quisimos su oscuridad, ahora nos sobra. Ya no. No queremos ser góticos, mientras ellos brindan en nuestras terrazas al calorcete del mediodía. Si alguna vez nos fascinaron los psicópatas que poblaban sus novelas policiacas, ahora nos epatan. Una revolución se ha creado frente a esas morbosas tramas nórdicas, donde el placer estaba proscrito, donde la voluptuosidad no llegaba más allá que a contar los detalles de una autopsia. Esa reacción ha sido la novela negra mediterránea. En ella la protagonista no es la psicopatía, sino la pasión y tanto los detectives o comisarios como los criminales son pasionales. El matar o investigar los crímenes en estas novelas es secundario, lo importante es su experiencia personal y cotidiana; amar, beber y disfrutar con la comida, como enseñó Pepe Carvalho en las novelas de Vázquez Montalbán, al que le salieron algunas secuelas: el Fabio Montale de Jean Claude Izzo, el Kostas Jaritos de Márkaris y el Salvo Montalbano de Andrea Camilleri. Precisamente, en esta semana, se está celebrando el VI Seminario sobre la obra de Camilleri en nuestra ciudad, patrocinado por la Universidad de Málaga, la Universidad de Cagliari y la embajada de Italia en Madrid y coordinado por Giovanni Caprara, donde se analiza esta novela negra mediterránea, que se sirve de las tramas propias del  género negro para denunciar lacras sociales; la corrupción política, las mafias, el crimen organizado, la inmigración, la prostitución, el tráfico de drogas, etc…O sea, sus autores han utilizado el engranaje de la novela policiaca para hacer novela social y por eso merecen mi admiración. Y no sólo por eso, sino también porque se han rebelado contra los intimidatorios movimientos de globalización. Cada cual de estos detectives o comisarios defiende las costumbres y usos de su tierra; Jaritos es Atenas, Montale, Marsella, Montalbano, Sicilia. Viajar en sus aventuras es interesarse por la idiosincrasia de sus escenarios, tan importantes o más que los casos delictivos que plantean. Ya hay rutas turísticas organizadas por los lugares donde viven y actúan los personajes. Sus lectores quieren dormir donde ellos duermen, comer donde ellos comen, nadar donde ellos nadan y contemplar las puestas de sol que ellos contemplan. Y, entre esos lectores, estoy yo, quien no veo la hora de culminar tales rutas.

Algún día, espero que no muy remoto, me gustaría que esa ruta pudiera hacerse por los lugares reseñados en «La confesión nefanda del asesino improbable», también presente en el mencionado Seminario, de la mano de Enrique Baena, catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura comparada de la Universidad de Málaga.

Mi novela tiene todos los componentes de la novela negra mediterránea, sin embargo el mar está poco presente, pues la Alta Axarquía tiene vistas a la sierra. No, por ello, debe ser olvidada, pues la belleza de su entorno natural merece muchas visitas, igual que su gastronomía. Muchos extranjeros que han decidido vivir allí, después de su jubilación, podrían hablar sobre esto ¿Nos lo vamos a perder nosotros?

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