Un síntoma de que llegamos a la madurez es, sin duda, que olvidamos por completo que algún día fuimos adolescentes; que tuvimos también aquella edad confusa, caprichosa, en la que nuestro afán era distanciarnos cuanto más, mejor, de los patrones de conducta de nuestros padres. Se trata de una fiebre pasajera, aunque también fatal por imperativos biológicos, que remite en cuanto se apagan las últimas ascuas de la juventud.
Madurar-como dijo Antonio Muñoz Molina con otras palabras en alguna de sus magníficas novelas- es reconocer que, con el paso de los años, nos vamos pareciendo cada vez más a nuestros padres. Su fisonomía se acentúa en nuestras caras y, en un momento dado, caemos en que aquellas manías, que en otro tiempo nos resultaron fastidiosas e incluso ridículas, se apoderan de nuestro carácter; apuntar las obligaciones de cada día en una libreta o llegar al andén del tren con una hora de antelación, por si surgiera algún imprevisto. Queramos o no, nos volvemos prudentes, cuidamos mucho más las opiniones que expresamos en público y empezamos a considerar a las nuevas generaciones con cierta extrañeza, como si se tratasen de una raza aparte. “Estos jóvenes de hoy día”, ¿qué maduro no ha utilizado esta expresión desde el principio de los tiempos? ¿Y qué maduro no fue antes un joven estrafalario, por más que le falle la memoria? digamos que ese pequeño porcentaje de jóvenes prematuramente maduros son, normalmente, los que se desmelenan tardíamente, provocando escándalos en sus consolidadas familias ejemplares, de modo que más vale sufrir la fiebre adolescente, como el sarampión infantil, cuando toca. Una racha de desorden es necesaria para lograr el orden. Y, en esa racha de desorden, todos tuvimos nuestro gurú. Para algunos fue Bob Dylan, para otros los Rolling Stones o John Lennon o Patxi Andion o David Bowie o George Brassens y Jane Birkin o incluso Alaska o Ramoncín ¿Quién no ha necesitado un referente para ser iconoclasta?
Por referentes, cayeron durante el siglo XX, vidas curtidas en las drogas, pero también mucho antes, sin necesidad de sustancias, me refiero a la novela “Werther” de Goethe, tan exitosa durante el XVIII en Europa, que provocó entre los jóvenes oleadas de suicidios. Suicidarse por amor se puso de moda. Parece extremo, pero no; la adolescencia es la edad de los grandes gestos, de la osadía…
Con un poco de perspectiva histórica, tampoco nos puede sorprender tanto el suicidio del menor de 14 años, acaecido el viernes pasado en Marbella. El muchacho saltó al vacío desde la terraza de un centro comercial, acompañado de otra menor, quien pensaba hacer lo mismo.
Ambos habían publicado sus intenciones en las redes sociales, por lo que un grupo de seguidores fueron a alertar a la policía, que consiguió salvar a la chica, pero llegó tarde para disuadir al adolescente de sus propósitos. Tal vez el suicida sólo quería llamar la atención y contaba con que su final anunciado fuese impedido por el alertado cuerpo policial, pero le pudo la impaciencia. Se ve que ella dudó y, en aquellos momentos de duda, fue posible el socorro. Eso sí, la turbación no le impidió pedir hacerse un selfie para colgarlo en las redes. El afán de fama por encima de todo, pues claro, ¿no andan también en eso los adultos? La fama, en fin, ese mal de siglo que envenena e iguala todas las edades en el infantilismo ¿pero quién ha promocionado esto? Primero los programas de niños prodigio, luego los O.T, los Gran Hermano y la ilusión de tener seguidores en Internet; una ilusión bastante ficticia, bajo la cual sólo hay negocio ¿alguien se ha parado a pensar en la materialidad de los supuestos seguidores? Raza frágil la nuestra y más frágil si tiene catorce años y un móvil en la mano.
Por esas redes se cuela el líder; ese líder que estimula los manipulables cerebros de los adolescentes a vivir experiencias emocionantes y culminar sus incipientes delirios de grandeza.
El líder, en este caso, es un joven ruso de 21 años, llamado Philipp Burdeikin, que ya ha sido detenido por crear el macabro juego “Ballena azul”. El juego proponía superar cincuenta retos, entre los cuales figuraba el visionado de películas de terror, la audición de música siniestra, las autolesiones y, en última instancia, el suicidio. Quien llegase a perpetrar tales desafíos demostraría pertenecer a una raza superior, entrando así en el clan de los selectos; una estrategia disuasoria que nos remite a los fundamentos de la ideología nazi y que funcionó para fanatizar a jóvenes e incluso menos jóvenes. Burdeikin, quien había estudiado psicología en la universidad sabía que aquel plan de seducción podría dar su fruto entre adolescentes, que ya han causado bajas, no sólo en Rusia, sino en otros puntos de Europa y América. Si bien comentan que el instigador contempla a sus propias víctimas con desprecio. Según ciertas declaraciones, se siente satisfecho de haber depurado de lacras al género humano. Desde su psicopatía narcisista igual cree que bien se puede prescindir de criaturas tan influenciables.
Pero ni siquiera la falta de empatía, demostrada por el criminal, ha impedido que reciba en prisión un gran número de declaraciones amorosas, remitidas por menores. A cierta edad es difícil discernir la diferencia entre fortaleza y crueldad ¿qué podemos hacer?
Ciertamente, como ya dijimos antes, siempre hubo gurús equívocos, libros perversos y películas retorcidas que han servido de acicate para aleccionar y adocenar a los adolescentes en comportamientos nocivos, sin embargo, ahora la presencia de estas amenazas se ha multiplicado, pues el móvil se ha convertido en una extensión del cuerpo humano y de ser servidor ha pasado a ser tirano, también para los adultos. Las compañías telefónicas que lo saben han multiplicado sus exigencias. Si las recargas se demoran ,restringen el uso de internet y eliminan números de teléfono en la certeza de que el usuario obedecerá, pues ya está enganchado, eureka. Si, en un primer momento, el aparato parecía regalar horas de conexión, ahora que la conexión es adicción, las escatima, emulando la conducta de los camellos que regalaban la droga hasta hacer de los obsequiados drogodependientes que la terminasen pagando a precio de oro.
En esta coyuntura tenemos la opción de ceder al chantaje o decir basta de una vez. No podemos corregir los trastornos de conducta de los adolescentes si nos hemos contagiado de su propia enfermedad.
Para no llamarse a engaño,
hasta hace pocos años,
vamos a saltar no era igual,
que vamos a asaltar;
sin nexo a que agarrarse,
por elisión de una a,
es muy fácil despeñarse
con un “móvil” aparente,
de los que gusta a la gente,
al punto de enamorarse,
creyendo asaltar un cielo,
(¡quelle trouvaille, Pablo, tío!)
de romanticismo tardío
corriendo, de Isis, el velo…
Titanomaquia febril
contra el celoso guardián
un espíritu patán
que se ríe del mes de abril.
¡Quién te lo iba a decir…!