Tal vez no todas las anomalías del carácter humano puedan ser explicadas mediante el psicoanálisis, si bien hay un tanto por ciento elevado que sí.
Esa personalidad retorcida, cruel e inmisericorde del más nefasto de los reyes españoles, Fernando VII, que ya se refleja en multitud de sus retratos; el ceño borrascoso entre sus pobladas cejas, bajo las que se abren los pozos oscuros de sus ojos violentos y la mueca perversa de sus delgados labios fruncidos, llevan el sello de un tormento interior, de una mortificación expresa que, posiblemente, ayudaba bastante a incendiar su ánimo en continuos arrebatos de ira irracional -valga la redundancia-.
Fernando VII, que, de ser para los españoles “El deseado”, durante la invasión napoleónica pasó pronto, por sobrados méritos, a ser “el indeseable” una vez en el trono, no padecía de impotencia ni de ínfima dotación, lo cual ha sido acicate para envilecer caracteres de otros monarcas criminales o criminales a secas, sino de macrosomía genital, es decir, andaba sobrado, sobradísimo, pero ello, contra lo que se pueda pensar, no le beneficiaba en absoluto, pues como enseña el principio horaciano de la áurea mediocritas, tanto se peca por defecto como por exceso y ese miembro descomunal del Rey no causaba sino pavor a las reinas consortes que escapaban a sus encuentros carnales, como quien huye de la peste.
Entre otras cosas, porque además, su habilidad para las artes amatorias era tan nula como exacerbada la fogosidad con la que manejaba su arma letal. Tras dos esposas caídas en combate, la tercera, María Josefa Amalia de Sajonia, delicada florecilla de quince años, educada en un convento y del todo ignorante en la ciencia de Eros, cuando en la noche de bodas, vio venírsele encima aquel huracán de varón con toda su artillería, hizo de vientre, impregnando amante, camisón y lecho nupcial con una explosión excrementaria hasta vaciar su nervioso intestino.
El monarca, a estas alturas, se había convertido en un Minotauro insaciable al que había que sacrificarle doncellas, para pavor de dichas doncellas, y sólo su astuta sobrina, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, logró amortiguar la virulencia de la embestida copulatoria, gracias a un artilugio, a modo de almohadilla perforada, que le permitió concebir dos hijas, entre las que fue nombrada sucesora al trono; Isabel II, para cólera de su tío, Carlos Isidro de Borbón, instigador de las guerras Carlistas, e inspiración de gran parte de las obras de Valle-Inclán.
Pienso, en fin, que esa frustración en su vida íntima contribuyó a hacer del rey Fernando VII, esa bestia parda y tirana que, al grito de “Vivan las cadenas”, mortificaba al pueblo, exiliaba a los artistas e hizo posible el funesto fusilamiento de Torrijos.
Y, sin embargo, ahora que veo sus múltiples retratos en este antiguo hostal del Príncipe de Carratraca, relajado y sonriente, me parece contemplar a otra persona, la persona que conseguía calmarse de su incontinencia nerviosa, gracias al poder curativo de estas aguas sulfurosas, cálcicas, magnésicas y radiactivas. No obstante, fue él mismo quien mandó erigir el hostal para pasar temporadas en estos baños de Carratraca, donde su cólera sumergida, se diluía hasta romar su genio y ponerse como una seda. Igual, después de alguna de estas visitas curatorias, fue cuando dijo eso de; “Marchemos todos y yo el primero por la senda de la Constitución”.
Pero las aguas de este balneario, construido al gusto neoclásico en las tierras del conde de Teba, padre de la emperatriz Eugenia de Montijo, no sólo calman enfermedades nerviosas, también benefician la piel y los huesos y las afecciones respiratorias y, en algunos tiempos, se llegó a pensar que posibilitaban el embarazo.
Al reclamo de sus cualidades milagrosas, fueron muchos los visitantes ilustres que desde muchos puntos del mundo acudieron hasta aquí; Lord Byron, Téophile de Gautier, Alejandro Dumas, Hans Christian Andersen, Rainer Maria Rilke, etc…y, entre los nacionales, se creó un núcleo de aristócratas y artistas que lo hicieron destino predilecto; el presidente Cánovas del Castillo y el Marqués de la Paniega, quien allí conoció al escritor José de Espronceda, que le ayudó a publicar los primeros versos de su hermanastro, Juan Valera, en revistas nacionales.
Durante el siglo XIX, este hostal balneario dio albergue a un círculo muy creativo, aunque, hay que decir, que bastante elitista. A día de hoy, sigue siendo así, hay gerifaltes de todo el planeta que se alojan en este hotel y disfrutan de los baños, aunque casi de un modo clandestino. Desde el parking privado acceden al hotel y, en el hotel, toman un ascensor que lleva a pasadizos por los que llegan a los baños; un lugar que es también un túnel del tiempo con sus mostradores, solerías de mármol ajedrezado y sus pozas circulares de agua caliente y templada, circunscritas por poderosas columnas, desde las que se contemplan bustos de emperadores romanos. Se trata de un bunker de lujo misterioso donde los inquilinos buscan pasar desapercibidos y que podría dar lugar a una novela de misterio. Ni siquiera la gente del pueblo puede descifrar quiénes son los ocupantes de esos coches de lujo con ventanillas ahumadas que van al viejo hostal, pues por pasadizos y galerías van y regresan.
Hay excepciones, claro está: Antonia, la bibliotecaria del pueblo, que es una curtida narradora de historias, nos habla de un mandatario del Congo, que, saliendo del hotel, gustaba también de pasearse por las calles y a cada cual que se le acercaba le daba un billete de cincuenta euros.
También nos dijo que solía venir Antonio Banderas en moto a visitar la casa materna, pero que cubierto con el casco, casi nadie lo podía reconocer.
Por mi parte, visto lo visto y lo que se intuye, no me queda más que recomendar una visita a Carratraca; ir a la Biblioteca, atisbar desde los ventanales la magnífica vista de valles y sierras, conocer las historias de Antonia, visitar la casa neomudejar de Trinidad Grund y dar un toque en Casa Pepa, a ver qué cosas buenas tiene ese día para comer. Y, en fin, descifrar qué se cierne en torno al balneario, porque ahí hay argumento. Y mucho.