Literatura erótica

25 Oct

Desde el principio de los tiempos, ha habido dos tipos básicos de literatura; la literatura de Eros, que instiga al amor y a la vida y la literatura de Marte, donde la protagonista es la muerte.

La literatura de Marte surgió como un género, la épica, y giraba en torno a la lucha de los pueblos por el poder. En ella, sus personajes estrella son héroes que derraman sangre en el campo de batalla por lograr la victoria de la patria o crear una patria que someta a las demás. Es lo que hizo Eneas en «La Eneida», emulando el ejemplo de valor de su predecesor, Aquiles, en la gran epopeya «La Ilíada» del incierto Homero y lo que hizo el Cid Campeador en nuestro poema nacional anónimo.

La épica, literatura de Marte, es de carácter masculino, la erótica, sin embargo, es fundamentalmente femenina, aunque muchas veces sea escrita por hombres, pues su objetivo es animar a la reproducción y generar vida, como concierne a las mujeres por razones de determinismo orgánico. Se trata también de un género ancestral, que tiene como referente El Cantar de los Cantares, atribuido al Rey Salomón e inspirado en un canto nupcial, que invitaba a los esposos a crecer y multiplicarse.

Aristófanes, que fue un comediante muy feminista en sus tramas argumentales, planteó en «Lisístrata», esta lucha entre posturas masculinas y femeninas. La líder de su comedia, Lisístrata, animaba a sus congéneres a practicar una huelga sexual a objeto de que sus hombres dejasen de hacer la guerra. La paz y el vitalismo han sido querencias muy representativas de la personalidad femenina, si, además se tiene en cuenta que las sabinas, raptadas por los romanos, se interpusieron en el campo de batalla con los brazos extendidos para evitar que sus hombres se matasen entre sí.

En «Las mil y una noches», precedente de lo que serían, en forma y fondo, otros libros eróticos, Scheherezade impide que el sultán, desengañado por la traición de su primera esposa, la asesine como ha hecho con otras doncellas al amanecer, interrumpiendo su relato antes de clarear el día para así prorrogar su vida una noche más, de modo que en ella le concluya el relato interrumpido y le proponga otro que también quedará inconcluso a la alborada.

Con esta astucia no sólo logra hacerse perdonar la vida, sino que le inculca al sultán, enseñanzas sobre el valor de las mujeres, ya que las protagonistas de sus cuentos son perspicaces y decididas.

De alguna forma, Ovidio en «El ars amandi» («Arte de amar»), crea precedentes para edificar una erótica con fundamentos femeninos. Es un tratado en el que se enseña al hombre a seducir a la mujer, si bien el autor, muy conocedor del carácter de las señoras, aconseja a los diletantes que nunca contraríen a la amada y sepan darles la razón, pues una conducta tozuda y prepotente es una contraindicación para el seductor. Añade a la obra, además, un opúsculo en el que da consejos a las mujeres para seducir a los hombres. Audacias que le costaron el destierro por parte del emperador Octavio Augusto. Tal vez no tanto por la inmoralidad supuesta de la obra, como por dibujar a la mujer como sexo fuerte. Siempre lo es, si es el que decide en las lides amorosas. El hombre sabe a qué atenerse cuando se enfrenta a un rival masculino, pero se desconcierta con una contrincante del batallón de Eros; de Venus. Contra ellas no vale la fuerza bruta, sino unas artes más complejas, sofisticadas y sutiles.

Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, tomó muchos asuntos de este Ars Amandi de Ovidio para escribir su Libro de Buen Amor. A la luz de este ejemplo, daba instrucciones al hombre sobre cómo escoger la fémina idónea y conquistarla; ardua tarea.

Las mujeres en la miscelánea de Juan Ruiz no son precisamente tiernas damiselas, sino serranas curtidas en el rigor del trabajo; más velludas que bellas en piernas, bigotes y sobacos y con fuerza suficiente para cargarse al Arcipreste a las espaldas, que era bajo y poquita cosa, llevarlo hasta su casa y allí, alimentándolo de pródigas viandas y embriagándolo con vino abundante, apacentar sus deseos lujuriosos de hembra solitaria. Pues bien, no es raro que en esta coyuntura fuese en algún tiempo, otro libro maldito como lo fue el Decamerón de Giovanni Boccaccio. En él ya hay una declaración de intenciones, cuando por agravio numérico son siete mujeres y sólo tres hombres, quienes se retiran a una finca apartada de Florencia para huir de la peste, y entretenerse en diez jornadas con sus narraciones sucesivas. Las hay de todos los géneros, pues si bien han llamado más la atención los cuentos eróticos, también los hubo poéticos y dramáticos, precisamente los que han destacado los hermanos Taviani en su versión cinematográfica «Maravilloso Boccaccio», sin embargo lo que alarmó más de aquel libro fueron los capítulos que referían los adulterios de las esposas a sus maridos. Comparados con otros relatos eróticos que luego se publicaron, son sólo narraciones ingenuas y divertidas.

De modo que creo que los que le afearon la conducta al Decamerón, no lo hicieron tanto por su contenido lascivo, sino por lo que exponía sobre mujeres fuertes, astutas y con opiniones propias. Eso sí que era un peligro…

Como todo, la literatura erótica ha degenerado y ese terreno que era de Eros, de Venus, lo ha invadido Marte. Me pregunto cómo el libro erótico más leído en el siglo XXI es «Cincuenta sombras de Grey», en el que el argumento es que un sádico millonario tortura a una chica que se autoconfiensa «insignificante» ¿qué podemos hacer contra este fenómeno? Tal vez, sólo lo que hemos hecho, publicar en ediciones Azimut una antología de relatos eróticos («Vuelta y vuelta») con el sabor de la tradición. Reivindicamos en ellos el espíritu festivo, el amor a la vida; todo lo hermoso que hace que la especie humana no se extinga y continúe. No creo yo que eso sea pecado y, si lo fuese, sería un pecado delicioso.

6 respuestas a «Literatura erótica»

  1. Reivindiquemos asímismo,
    que al traspasar el umbral
    rumbo a la inmortalidad,
    ya en la soledad sombría,
    y cruzado el Aqueronte
    el alma tiene ocasión
    de disfrutar de la vida
    aunque sea como “mirón”
    según lo cuenta Diógenes…

    “El cínico Diógenes de Atenas
    con su filosofía
    hizo, mientras vivió, mil cosas buenas,
    siendo su gran manía
    ponerse a procrear públicamente
    a sol radiante y a faldón valiente.
    Decía: -No es razón que a ver a un hombre
    morir se junten tantos
    y el ver fabricar otro les asombre
    para que hagan espantos.
    ¡ Ay, ya murió este sabio, y su tinaja
    le sirvió de sepulcro y de mortaja!
    Libre, después, del natural pellejo,
    descendió a la morada
    de las errantes sombras, y el buen viejo
    la halló tan embrollada,
    que mandó de su cóncavo profundo
    la redacción siguiente a nuestro mundo.
    Dice, pues, que llegando del Leteo
    a la terrible orilla,
    vio al anciano Carón, pálido y feo,
    sentado en su barquilla,
    procurando con mano intermitente
    dar a su seco miembro un emoliente.
    Las sombras de los muertos se agrupaban
    en fantásticas tropas;
    con ademanes lúbricos se alzaban
    las funerarias ropas,
    y trabajaban hembras y varones
    en dar el ser a mil generaciones.
    Atónito Diógenes severo,
    esperó a que acabara
    su operación prolífica el barquero
    para que a la otra orilla le pasara;
    el cual, luego que tuvo a bordo al sabio,
    le dijo así con balbuciente labio:
    -i Oh, cínico filósofo! Has llegado
    en un día al Averno
    de polución, pues hoy está
    ocupado el gran Plutón eterno
    en procrear tres furias inhumanas,
    porque están las Euménides ya ancianas.
    A este fin, en su lecho, a lo divino
    embiste a Proserpina,
    y, en tanto, sus vasallos del destino
    seguimos la bolina.
    Bien puedes tú, pues hoy no han de juzgarte,
    en los Campos Elíseos embocarte.
    Dijo, y le desembarca al otro lado.
    Diógenes, siguiendo
    su camino, gustoso y admirado,
    las obras iba viendo
    del lujurioso influjo entre los diablos
    de aquellos obscurísimos establos.
    El Can Cerbero y la Quimera holgaban
    en lúbrico recreo;
    las hijas de Danao se lo daban
    a Ixión, a Prometeo,
    a Tántalo, a Sísifo y a otros muchos
    condenados espectros y avechuchos.
    Minos también, y Caco, y Radamante,
    alcaldes infernales,
    a las tres viejas Furias entre tanto
    atacaban iguales,
    y Diógenes a todos, satisfecho,
    al pasar les decía: -i Buen provecho!
    Por último, a Plutón y Proserpina
    llegó a ver en la cama,
    armando, al engendrar, tal tremolina
    entre sulfúrea llama,
    que sus varias y bellas contorsiones
    imitaban culebras y dragones.
    En vez de semen, alquitrán vertían;
    moscardas les picaban;
    los fétidos alientos que expelían
    el Averno infestaban;
    y, por suspiros daban alaridos,
    de su placer furioso poseídos.
    Aquí exclamó Diógenes (y acaba
    su relación con esto):
    -¡ Qué bien hacía yo cuando engendraba
    públicamente puesto!
    i No ocultéis más, mortales, un trabajo
    que hacen diablos y dioses a destajo!”

    (del Jardín de Venus – FM Samaniego)

    • Conocí, de niña, a Samaniego
      por sus fábulas ingenuas
      de animales,
      ni las niñas ni las sores
      podíamos sospechar
      de su pluma relatos
      tan bestiales.
      Ni el infierno del Dante
      le llega a un diente
      a este Averno afanoso y lubricante…

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