Conocemos a los salmones ya de difuntos en sushi, tartar o tataki, pero no tanto cuando están vivitos y coleando. Esto es para nosotros una asignatura pendiente; los salmones y su vida íntima, que es la mar de interesante.
Pues bien, los salmones nacen en el río, donde se entrenan para emprender el viaje a un mar u océano; lugar de aventura propicio en el que transcurre su juventud, y cuando alcanzan una edad provecta regresan a su río natal, nadando a contracorriente, para acudir a la cita del amor. Allí las hembras desovan y los machos fecundan sus huevos.
Es una pena que los humanos no podamos recrear igual ciclo vital. De ese modo, nadie tendría que negarse a la aventura, que es lo que piden los instintos juveniles, por la urgencia del apareamiento, y tener después que lamentarse de la frustración de no haber colmado esa sed de movimiento. Al amor le conviene una quietud que llega después de una vida cargada de experiencias. La misma que tuvo Ulises cuando volvió a Ítaca y la misma que tienen los salmones al volver al río.
El amor a los ochenta ¿por qué no? cuando lo que el cuerpo pide es serenidad y compañía, cuando el mayor de todos los males, la enfermedad prioritaria es la soledad sobre todas las cosas. Entonces, sobre todo, entonces, no hay medicina mejor que el amor, porque trae alegría y esperanza, genera endorfinas y suaviza los achaques.
Juan y Medio, que, sin ser médico, descubrió esta receta, logró con su programa emparejar a muchos mayores, que así mejoraron su calidad de vida. Atrevidos y atrevidas acudieron a su plató en busca de pareja y salieron airosos de su situación desesperada. Creo yo que este hombre se merece, por lo menos, un Nobel de Medicina, aunque haya duras críticas a su labor, entre los que jamás se pierden su espacio:
–Míralo- decía una pintoresca anciana, mientras tomaba su cerveza de sobremesa- está empeñado en casar a todo el mundo, pero él no se casa.
No sea tan dura, señora, igual Juan y Medio es como los salmones y espera a los ochenta para casarse. Según se mire, los ochenta es una edad perfecta para hacer grandes cosas. Por ejemplo, para decir lo que se piensa sin inhibiciones- qué alivio tan grande, por Dios- y para recibir el premio Nobel. Lo bueno de ser escritor es que uno comienza su ciclo, cuando otros lo terminan. A la edad en la que las modelos y los futbolistas están ya jubilados, el escritor comienza a dar sus primeros frutos y el éxito se fía a los setenta y pico. El que resiste, gana -dijo Camilo José Cela- quien acuñó el galardón a tal edad.
Le hicieron una entrevista en la tele con motivo del premio y, en ella, estaba presente la poeta Gloria Fuertes, quien con su lúcida retranca, lo aguijoneaba dulcemente:
–Camilo- decía- estás en lo mejor de tu vida, no sólo porque hayas recibido el Nobel, sino porque, sobre todo, estás enamorado.
José Saramago, quien cumplió un destino similar-amor y Nobel a edad avanzada- dijo que lo mejor que le había pasado en la vida, le ocurrió a partir de los sesenta años.
Otro Nobel que se quedó en la intención, aunque con sobrados méritos para ello, Miguel Delibes, escribió “Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso”. Con sesenta años, el protagonista de la novela, deseoso de amor, era a los ojos de todos un anciano, pero los sesenta años de entonces no son como los de ahora. Aumenta la esperanza de vida; un sesentero es ahora un chaval y un ochotentero, sólo un poco madurito.
Si es escritor tal vez tenga que descartar el Nobel de Literatura. Este año se ha desconvocado el premio porque la comisión del jurado estaba envuelta en escándalos. Se veía venir que en este premio, sagrado para muchos, había entrado de lleno la corrupción. El criterio para nombrar a los electos correspondía más a razones políticas y de marketing, que a la calidad literaria, lo que quedó claro cuando el elegido fue Bob Dylan. Pero no todo a los ochenta es ganar un galardón, hay razones más poderosas para apostar por la vida, la primera; el amor.
He leído un reportaje sobre el amor más allá de los ochenta años en un dominical. Allí dan su testimonio, hombres y mujeres, que reivindican su derecho a tener pareja y me he decidido a apoyarlos. De entre ellos, me ha conmovido la entrevista a Florencio, un viudo de 84 años de Fregenal de la Sierra (Badajoz), que ha hecho de todo para encontrar su media naranja; puso anuncios en el periódico, salió en la tele y, por último, colocó un cartel con su teléfono en la frutería de su pueblo. Por favor, señoras, déjense de remilgos y llámenlo. Es un tipo que no se rinde, que no niega sus sentimientos y eso ya demuestra que vale el amor. Los ochotenteros tienen derecho al amor, a la compañía, pues claro que sí. En estos tiempos en que la imagen impera, se estigmatiza la edad y las cremas anti-arrugas vienen promocionadas con la foto de una chica de veinte años ¿qué despropósito es éste? Como las feministas, como los gays, los mayores han de salir del armario; decir, aquí estamos, sabemos más que nadie, porque hemos vivido más y no tenemos que escondernos, sino ser bien visibles, sin disimular la edad como si fuese un defecto, porque la edad no es una minusvalía, sino una plusvalía. Cualquier sociedad culta y civilizada ha tenido al frente a un grupo de mayores, aconsejando o desaconsejando avances y repliegues. En Grecia fue el Areópago y en Roma, el Senado y nada se movía, antes de escucharlos ¿es que vamos a ser menos?
Procuremos que los ochotenteros vivan bien, que sean felices y que nunca nos falten cuando los necesitamos, porque los necesitamos. Y mucho.
Amor a los ochenta es
como amor en los ochenta;
es amor, porque implementa
ligereza en los pies;
también porque complementa
la soledad de algún ser
que dejó de ser querido
a su pesar; y sin querer,
en ningún caso, imitar
al pez más viejo del río
que va camino del mar
y que se deja llevar
en tan penoso camino
por la inercia y por la edad,
concluye que aún es tiempo
de jugar en compañía
lejos del centro, a orillas;
ese mágico momento
de saltar y ver un prado
cubierto de florecillas…
Pues la vida hace crecer,
también curte para amar,
a eso se le llama edad,
que no es igual que vejez.
Para nada, oh mon Dieu!
será la senilidad
“arrabal de senectud”
igual que esa virtud
cosechada con la edad…
La vejez es laxitud,
la juventud inquietud.
Ser joven es mantener
sólo la curiosidad.
Quien es joven, siempre es joven,
para aprender, para amar,
pues siempre está en esa edad…
Estar dispuesto a admirar,
como principio primero,
o complacerse ante el éxito,
logrado por los demás,
si no traspasa el umbral,
definido como ético,
suele hacer más llevadera
nuestra andadura vital,
salvando la dificultad
que aparece donde quiera,
que maneja cada cual
según su posibilidad,
a su estilo, a su manera,
pues es la vida y no más…
Seamos intemporales,
como The Young Ones…
Pero ser joven es no tener edad
como cantó Facundo Cabral
También el musical del Chavo
parece que da en el clavo: