No hay nada más trágico, inexplicable e incongruente que la muerte de un niño. Es muy difícil digerir que una criatura pierda la vida, cuando apenas la ha comenzado a vivir y, más, a estas alturas de la civilización, en la que la Medicina ha evolucionado lo bastante como para evitar esos males que antes podían acabar con la existencia de los más pequeños casi de la noche a la mañana. En aquellos tiempos no tan remotos, un niño podía morir de una diarrea o un simple resfriado y madres que habían parido diez hijos- algo entonces también normal- al pasar de los años contaban ya sólo con tres. De hijos fallidos se llenaban los cementerios, donde en sus pequeñas lápidas, figuraba la imagen de un angelito. Alguno de ellos, que fallecieron antes de poder recibir la bendición celestial, eran bautizados ya difuntos para que hicieran su precipitado viaje en olor de cristiandad.
Como, por fortuna, esto ya no es frecuente, toda la sociedad se conmueve más hondamente cuando un niño muere, porque las razones, más allá de la muerte natural, son un vil asesinato o un accidente. Todavía nos impresiona recordar cómo Miguel, el niño malagueño de seis años, fue atropellado por una carroza de los Reyes Magos o cómo los pequeños, Ruth y José, fueron asesinados con alevosía por su propio padre, José Bretón. Desde entonces se han dado otros casos, pero no es cuestión de detenerse ahora en el análisis de hechos tan espeluznantes, porque el motivo de este artículo es ahondar en otra causa de mortandad infantil, que crece en cifras, y que es de todas la más alarmante. Si es incongruente que un niño muera por una enfermedad leve o un absurdo accidente, si es deleznable que lo haga a causa del trastorno mental de sus progenitores ¿cómo se puede calificar el que un menor acabe con su vida por propia iniciativa?
La cuestión es determinar qué factores exógenos, porque son exógenos, los que lo llevan a ello y lograr neutralizarlos, porque, de veras, creo que está en nuestras manos. Sin necesidad de ser un lince, cuando se habla de aumento de suicidio infantil, adivinamos las causas antes de leerlas; el Bullying y el rechazo de su aspecto físico.
Con respecto al Bullying no es una realidad nueva, siempre ha existido, aunque no tuviese nombre en inglés. Este fenómeno responde a las normas de clan primario que se establecen en los grupos de menores, desde el principio de los tiempos, de un modo animal. Como en toda manada, en estos grupos se erige un líder; no será el más ejemplar, ni el más inteligente, sino el más fuerte y esa fortaleza, sin remedio, va unida al ejercicio de la crueldad.
Los adultos, calmados por la madurez y trabajados por la experiencia, no podemos comprender qué tipo de fascinación ejerce el repetidor con su gorra calzada con visera hacia atrás y su chulería desafiante sobre el resto del grupo, por qué casi todas las chicas beben los vientos por él y los chicos lo admiran, lo jalean y buscan su amistad, pero ésas son las reglas de las comunidades primarias y si volvemos la vista a nuestra infancia, podremos evocar situaciones similares.
El líder necesita afianzar su poder continuamente, dando pruebas de su fortaleza para procurarse un nivel superior. Para ello busca víctimas que someter y humillar; piezas de caza que adornarán su currículum de trofeos. A ese objetivo cargará contra los niños débiles: los tímidos, los pasivos, los acomplejados…Su grupo de adeptos lo apoyará, unos por simpatía, otros por miedo a perder su favor, y la vida del perjudicado se convertirá en un infierno, pues, en cualquier caso, son muchos contra uno solo hasta que se localice el próximo.
Los síntomas del niño que padece Bullying son inequívocos. Pierde la autoestima, se aísla, se vuelve huraño y, si antes fue un alumno ejemplar, empieza a traer malas notas. Es imposible que pueda concentrarse en los estudios, al pensar en las vejaciones y palizas que le esperan al día siguiente. Lo más probable es que no le diga nada de lo ocurrido a sus padres, ni tampoco a los profesores. Vive su acoso con vergüenza y sentimiento de culpabilidad, pues cree que si una mayoría lo maltrata, debe ser porque se lo merece.
Los adultos no entendemos esta actitud, porque nos es imposible retrotraernos a la infancia para evocar cuáles eran nuestras condiciones de clan; las mismas, ajenas al mundo de los mayores.
Una profesora o profesor detecta el Bullying, pero si lo denuncia, suele fracasar. Lo más normal es que el propio alumno lo niegue, porque lo lleva como una vergüenza y porque teme la represalia de los acosadores. En el fondo, lo que más le gustaría es ganarse la simpatía del líder, pues es su única salvación, y ser el protegido del profe no es el mejor salvoconducto en este caso. Es más, si logra la aceptación del grupo salvaje, será el más cruel saboteador de la próxima víctima. Pero si no lo logra o le vencen los escrúpulos puede que, fatalmente, propicie su propio fin ¿quién aguanta semejante pesadilla, un día tras otro?
Para colmo de los males, en la vida de los menores se ha colado Instagram. Esto es una batalla desaforada por lograr el galardón a la suprema belleza inexcusable. Un chico o una chica se deprimen porque suben una foto y no reciben los suficientes likes. Piensan pronto en la cirugía estética, en teñirse el pelo, en el blanqueamiento de dientes, en el aumento de pecho…
En fin, no vamos a decir que la competitividad por la belleza no haya sido siempre motivo de traumas para niños y adolescentes, pero este invento, que es de adultos, ha agudizado el problema ¿Y qué pueden aconsejar los adultos a sus hijos si andan en la misma tontería?
Si padecen de la llamada “dismorfia snapchat”, o sea, que se hacen selfies con fotoshop para mejorar su imagen con miles de aplicaciones y luego, al contemplarse en el espejo, les da bajón y acuden a un cirujano estético para que los opere al estilo del fotoshop ¿pero qué chaladura es ésta? Los adultos nunca podrán comprender el mundo de los niños, pero su deber es ser un referente. Éste es el tema.