La niña que se sienta frente a mí en el tren, en principio me produce cierta repelencia.
Lleva ajustada en la cabeza una diadema rosa con orejitas de gato, una sudadera del mismo color, donde se recrea la cara de Lisa Simpsons, y el resto de su vestuario y complementos; pantalón, mochila y zapatillas, de tono aproximado, son todos de las marcas carísimas que puede costear una visa oro. La niña, en fin, es también de marca genética con sus cabellos ondulados y rubios y sus ojitos azules, enmarcados en gafitas de color violeta, que, por tradición, se asocian a una raza superior. Parece, en fin, que lo tiene todo; todo lo que puede tener una niña mimadísima de ocho años.
Su madre, que se instala a su lado, tal vez también fue rubia alguna vez, pero ahora lo sigue siendo sólo por efecto del tinte; un tinte de peluquería carísima, evidentemente.
Luce la señora ese tipo de ropa exageradamente juvenil que llevan las madres muy maduras para disimular su edad; camiseta de manga corta con divertido estampado y pantalón rojo, que resalta bien su cuerpo silueteado por horas de gimnasio y dietas milagrosas, aunque sus cincuenta años, tan bien llevados, se sabe a simple vista que son cincuenta, por lo menos. La edad propicia para que décadas atrás esa hija suya fuese su nieta.
Al acomodarse en los asientos, lo primero que le pregunta la madre a su hija es si tiene cargada la batería de su Nintendo y sus otros cacharritos de recreo. Supone que no y resopla con resignada angustia, pues ella ya está absorta en la contemplación de su móvil y le conviene que la niña se entretenga y no moleste.
Cuca, la niña, resopla también, está harta de que su madre la tome por una inútil. Desde luego que ha cargado la batería, pero se aburre de los jueguitos enseguida, los deposita en la mesilla, y contempla melancólica como la velocidad del tren engulle polígonos industriales y pueblos y bosques. Mientras tanto, su madre se zambulle en las redes con su móvil; las fotos de instagram y las últimas noticias cruciales sobre la relación entre el Rey Felipe VI y la Reina Letizia; si hay zozobras en la pareja o, por el contrario, han cruzado miradas de tierna complicidad en tal o cual acto público. Otra cosa que le urge es saber cómo llevan la separación Kiko Matamoros y Makoke y qué nuevas vicisitudes asolan la vida de Teresa Campos, Terelu y la hija de Terelu.
Cuca, la niña de la sudadera rosa, se aburre mucho, le entra sueño y busca apoyo en el hombro de su madre. La cabeza de Cuca sobre su hombro le incomoda a la madre y protesta:
–Me haces daño. Mejor apóyate en la mochila.
Y, con desgana, coloca la mochila en su hombro para que descanse la hija.
–Ay, mamá, esta mochila está muy dura ¿tiene piedras?
Qué niña fastidiosa- piensa la madre- mientras saca de la mochila unas botellas de agua mineral. ¿Ahora está mejor?- le pregunta a Cuca.
No, a Cuca no le parece mejor. Lo tiene todo; ropa cara, cacharritos para jugar, pero ahora no necesita nada de eso: sólo el hombro de su madre y no lo tiene.
Con su padre hace tiempo que no puede contar. Hay otro hombre que duerme, despreocupado, en los asientos de la fila contigua; el nuevo novio de su madre, que es un tío rico y generoso, pero que está claro que Cuca le importa una higa.
–Tu hija es un coñazo, Cari, con todo lo que le regalo y nunca está contenta ¿pero qué querrá?
La madre le propone a la niña hacerse un selfie juntas y ella por un momento se ilusiona.
–Para que salgamos bien, mamá, tenemos que acercarnos más- dice Cuca.
-Quítate las gafas para salir guapa- responde la madre secamente.
–Pero, mamá, ¿estoy fea con las gafas? Si siempre las llevo, estoy siempre fea ¿verdad?
–No digas tonterías, Cuca- insiste la mujer- quítate las gafas ya.
A estas alturas, la llamo mujer, porque no sé si merece el apelativo de madre. Parir a un hijo no es suficiente para ser lo que no se es capaz de ser.
Por fin, la mujer hace el selfie y lo cuelga en las redes. Luego tecleará “Estoy de aventura en tren con mi hija queridísima. T.Q.M. (Te quiero mucho, Cuca)” y recibirá un montón de mensajes virtuales que la felicitarán por querer tanto a Cuca. Qué entrañable.
Luego vuelve la mujer a enfrascarse en el móvil, obviando del todo a Cuca.
–¿Queda mucho para llegar?- pregunta la niña cada cinco minutos.
–No, Cuca, ya estamos pasando por Córdoba- responde la mujer.
Cuca se impacienta. Saca de la mochila juguetitos de goma que aprieta con ansiedad; unos en forma de helado, otros de galleta. Es un tipo de tratamiento para niños hiperactivos que le han aconsejado los psicólogos carísimos que pagan su madre y el novio de su madre.
Mañana, lunes, Cuca irá al colegio y, en clase, procurará llamar esa atención que no recibe. Lo hará, tal vez, de modo insolente y descabellado, porque, cuando se requiere cariño en las situaciones desesperadas, se suele hacer del modo más torpe.
Habrá caos en el aula, pues no es sólo Cuca, sino también casi todo el resto de sus compañeros quienes viven el desapego de padres, que prolongan su vida de adolescentes más allá de los cuarenta, sin atender al papel que los hijos requieren. El profesor o profesora hará lo que pueda, poco, pues el requerimiento de atención es masivo y, si fallan, como es fatalidad, vendrán a quejarse los mismos padres desatentos.
Qué desazón y qué pena siento ahora por Cuca, que lo tiene todo; ropa de marca, juego electrónicos, psicólogos de pago y nada de eso necesita; sólo el hombro de su madre, un lugar donde sentirse apoyada y segura, y que, aún siendo gratis, se le niega.
Pobre niña rica, llena de soledad y de complejos. La peor manera de orfandad no es tener los padres muertos, sino tenerlos vivos pero ausentes.
Como es norma habitual
suspenso en educación
para el que puede y no quiere
moderar en su afición
hacia el mundo virtual;
cuando llega la ocasión
farda de lo que no tiene
aferrándose a un mojón
para envidia de una plebe
extasiada en postureos
rémoras de aquel consumo
primerizo de otros tiempos
pues el que tuvo, retuvo,
y el menú finiquitaba
rechupándose los dedos
¡vamos, vamos, que se acaban…!
Adiós a la escalinata
al puente, a la colegiata
catedrales y museos…
de puro selfi, se gastan.
Pero los niños se escapan
también al televisor
y ahí ni uno ni dos
sino unos cuantos ministros
por ver cual es el más pillo
se acusan de mamporreros
en lenguaje tan trivial
que entresacan menoreros
del submundo judicial…
¡Pies para qué os quiero!
Este mundo sin virtud
se mueve en lo virtual,
y mientras se entrena en los selfies,
se deja que lo maneje,
ese tal de Donald Trump,
al que llaman mequetrefe.
Los niños en cuanto crecen
se ponen a cantar rap,
con rebeldía adolescente,
“a la puta sociedad”…