Había estudiado yo en Biología que el olor y el sabor son la misma cosa por no sé qué conexión entre el olfato y las papilas gustativas, pero hete aquí que los franceses contradicen, como siempre, las leyes naturales produciendo un queso que, aunque sabe a gloria, huele a demonios; concretamente a pies de los que huelen cuando se ponen a ello. Los buenos quesos franceses no nos evocan la infancia como la magdalena de Proust sino el calcetín intemporal; ese calcetín sudado que, después de recorrer toda la ruta de Santiago, llega a la última etapa, heroico y austero sin consentir el lavado hasta llegar a su objetivo como la camisa de Isabel La Católica antes de la conquista de Granada. Ese calcetín en la zapatilla del adolescente en plena ebullición hormonal sin orear en su reconcentrado dormitorio. Y esa zapatilla misma del polizón ilegal que emana los efluvios propios de una crisis de pánico al pasar por el estrecho.
En fin, hay sudores de pies que están justificados y otros que no. Según el estudio de un psiquiatra de la Universidad de Michigan hay guarros de pies a posta que responden a un perfil psicopático preciso. O sea, se trata de misántropos, con una fobia social tan acusada, que utilizan sus pies como herramienta disuasoria para lograr que no se les acerque bicho viviente ni aun provisto de mascarilla. Claro está que también hay otros caracteres psicopáticos que se valen de las mismas estrategias a objeto de procurarse el perfecto aislamiento; los guarros de boca, los de axila y los de partes pudendas que son de lo más persuasivo a la hora de ahuyentar la proximidad física del prójimo. Sin embargo, ninguno es tan letal como el aquejado por el síndrome de pies pestilentes, conocido como “Pedis zorrunanculus” o “Pederabilis putrefactus”, quien provoca la estampida general en torno a sí con eficiencia infalible e inexorable, de modo que es el único que logra habitación privada en los viajes organizados y asiento doble en el autobús.
Muy bien, siendo su vocación la soledad, podría retirarse al monte como el anacoreta, pero, como además de guarro de pies, es bastante flojo, prefiere convertir en páramo las calles a su paso en vez de irse al páramo directamente. Como todo psicópata es bastante egocéntrico y disfruta dando por el saco. Eso dejó dicho el célebre psiquiatra de la Universidad de Michigan estando en la agonía antes de morir por asfixia, “pies para qué os quiero”.
Se entiende que era de Michigan y no francés, pues los franceses, de olfato exquisito y peculiar, pueden combinar en su pituitaria el hallazgo de las más refinadas fragancias en los perfumes con el del queso más pestilente en su mesa.
La primera vez que me alojé en París fue en el piso de calle Mozart de Marie Bonheur, glamurosa decoradora de interiores. De noche era un lugar aún más elegante por el efecto de las luces indirectas, pero, debido a sus gustos culinarios a la hora de la cena, olía intensamente a coles de Bruselas y a pies putrefactos, como huelen los buenos quesos franceses. Por fortuna, Madame Bonheur además de interiores tenía un balcón, donde reposaba largamente mi olfato a la intemperie de los bajo cero característicos en los inviernos de París, con lo cual contraje un mayúsculo resfriado que me hizo insensible a los malhadados efluvios de su cocina. Menos mal.
Otras veces en París me he alojado por mi cuenta y he probado la Bohemia. Cómo no, uno le echa un vistazo a los precios en los restaurantes y acaba comprándose una buena botella de vino y un queso en la tienda de algún argelino. Qué románticas son esas cenas bohemias en una buhardilla de Montmartre, avistando a lo lejos la torre Eiffel. Pero, oh, là, là, qué crueles las mañanas cuando el queso se ha adueñado de la atmósfera de cada rincón de la buhardilla. En estas circunstancias, se comprende el existencialismo de los existencialistas y el malditismo de los malditos. El ánimo se va a los pies, maldita sea, y dan ganas de tirarse por la ventana.
Yo sé que es una frivolidad hablar de quesos, con el agravante o no de que huelan a pies, dadas las cosas gravísimas que están sucediendo en el mundo, pero hay quien recomienda que, de vez en cuando, se hable de cosas cercanas. Y nada ha sido tan cercano para mí en los últimos días como cierto queso francés. Él ha sustentado mis noches y ha atormentado mis mañanas. En cierto modo, le debía este artículo.