El museo de La Aduana ha sido como un regalo de Reyes para la ciudad. Un regalo que, llegado después de veinte años de espera, parecemos recibir con incredulidad maravillada, como si, en cierto modo, ya lo hubiésemos relegado en nuestra mente a la confusa inmaterialidad de los deseos frustrados. De modo que ahora, siendo una realidad tangible, no lo podemos percibir sino como un sueño, como se sueñan, más que se tocan, los regalos de Reyes la mañana del 6 de enero cuando por fin coinciden con nuestros deseos y no parecen reales.
Así lo describió el pintor, Rafael Alvarado, uno de los que más luchó por ubicar el museo de la ciudad en la Aduana, cuando por fin llegó el día de su inauguración; “me siento como el niño que se levanta el Día de Reyes y ve la mesa con los regalos”.
Ahora, más que nunca, sabemos que merecieron la pena aquellas manifestaciones callejeras y tantos años de resistencia. La Aduana es, por su enclave, y por la belleza equilibrada de su arquitectura neoclásica el lugar ideal para acoger la colección de los clausurados museos de Bellas Artes y Arqueología. De hecho, quien vaya por primera vez pensará que siempre estuvieron allí.
Después de un par de décadas de embalaje, esperando un incierto rescate del limbo de los desvanes, las obras se adueñan del espacio visible con la energía inquebrantable de los resucitados, tocadas por la mágica ciencia del milagro.
La disposición exacta de las obras, magníficamente ilustradas por los paneles explicativos, nos permite un recorrido muy bien tramado por la historia y el ideario sentimental y estético de la ciudad y nos acerca a infinidad de fascinantes argumentos a través de la biografía de los pintores y los temas explícitos y soterrados que alimentan sus pinceles en sus principales creaciones.
El punto de partida es perfecto con “Alegoría de Málaga” de Bernardo Ferrándiz, pues nos permite saber cuáles fueron los pilares de la sociedad malagueña del siglo XIX y nos hace tomar contacto con el maestro valenciano que fue el Alma Mater de la escuela decimonónica de pintores malagueños; el que fue director de La Academia de Bellas Artes de San Telmo y dirigió, formó y apadrinó a los pintores que construirían la personalidad estética de esta ciudad, entre ellos, Muñoz Degrain, a quien trajo de Valencia para decorar los techos del teatro Cervantes y el salón de plenos del Ayuntamiento.
Hay una comunidad espiritual entre valencianos y malagueños, como podemos ver por otros nombres, en la escuela malagueña. Una hermandad propia de los artistas que nacen bajo el signo del mar y de la luz. Si bien cuando pensamos en mar vivo, sin contaminación de otros conceptos, nos asaltan a la vista las potentes marinas del malagueño, Emilio Ocón, discípulo de Haes, pero creador de un estilo personalísimo y lleno de energía.
Y si, para mí, Ocón es el mar, Moreno Carbonero es el retrato; el creador de miradas elocuentes, capaces de dialogar con el espectador a través de los siglos, el psicólogo de las fisonomías que cifra un mensaje en cada rasgo de sus personajes. Moreno Carbonero es el rostro y Pedro Sáenz y Sáenz es el cuerpo. Los bellísimos cuerpos de mujeres que, en clave prerrafaelista, hablan ocultando el rostro entre sus cabellos como lo hace la musa en “La tumba del poeta”. Un cuadro para mirar sin prisas.
De José Nogales Sevilla y de Enrique Simonet es la escena; el lienzo que relata toda una historia llena de entresijos. Por desgracia, el primero, debido a la enfermedad que le paralizó, no nos pudo contar muchas más historias tan apasionantes como “El milagro de Santa Casilda”, con sus panes convertidos en rosas, en cambio el segundo nos ha regalado una narración enigmática, todavía abierta a muchas lecturas. El cuadro se titula “¡Y tenía corazón!” y nos presenta el momento a contraluz de una mañana en el que un anciano médico forense mira con sorpresa el corazón de la bella muchacha que derrama su carnalidad difunta sobre la mesa de operaciones. Tal vez una prostituta que ha muerto en plena flor de la vida por culpa de sus excesos. La lección podría dar pie a una interpretación moralista; es extraño que una mujer que ha causado la ruina de tantos hombres, tenga corazón o bien revestir una denuncia social; hasta las personas que por extrema necesidad se ven obligadas a vender su cuerpo, tienen corazón. Aunque caben otras siempre; las vuestras.
El arte es un misterio que incluso establece conexiones entre lo místico y lo prostibulario. Como lo hacía el propio Caravaggio y Joaquín Martínez de la Vega, el más maldito de los pintores de la escuela malagueña que cayó en desgracia después de perder a su hija y a su esposa en breve tiempo, refugiándose en las drogas y el alcohol en un ambiente de tabernas y amores mercenarios. Enamorado de una prostituta, Carmen, que lo contagió de sífilis, la hizo protagonista de un cartel de La Feria de Málaga para escándalo del jurado -que sin embargo, lo premió- y aventuró en su obra un simbolismo delirante, aún demasiado transgresor para el siglo XXI. Como el maestro Ferrándiz, que acabó encarcelado y degradado socialmente a causa de una pelea con otro académico, Martínez de la Vega murió como un mendigo, olvidado de todos en la posada de San Rafael. Aunque antes tuvo el honor y la clarividencia de bautizar como artista al niño Pablo Picasso, esparciendo unas gotas de champagne sobre su cabeza.
Tenemos una historia artística, honda y trágica a la altura de cualquier bohemia. Y toda está en el Museo de la Aduana (gratis) ¿a qué esperáis?