Y llegado un momento los catecismos fueron sustituidos por manuales de autoayuda. Porque, por lo general, es imposible que la criatura humana pueda soportar esta vida puñetera sin que le asista algún apoyo espiritual. O sea, que si renuncia a una fe, al cabo la sustituye por otra, pues, entre otras cosas, el ateismo a palo seco, a medida que se van cumpliendo años, es bastante descorazonador.
En estas, llegaron los manuales de autoayuda con su fondo de religiosidad oriental para consolar al hombre de occidente, sobre todo si dicho hombre se había psicoanalizado ya a objeto de purgarse de ciertos traumas de la infancia, fermentados en la opresión, el fanatismo, la ubicua acechanza del pecado y el consecuente sentimiento de culpa. Una educación religiosa mal enfocada puede dar mucho de sí. De eso dan cuenta gran parte de la literatura y la cinematografía del siglo XX, pero no todos pueden ejercer la terapia creativa para exorcizar sus propios demonios. De modo que lo que quedaba era curar las heridas con el bálsamo de otras espiritualidades más vitalistas, más incruentas y vegetarianas; aromatizar la casa con velas perfumadas y solazarse con la figurilla oronda del Buda de apacible sonrisa y, en las malas, un poquito de homeopatía y acupuntura.
Resultaba que después de tantos años de flagelarse con la humildad, las nuevas corrientes nos devolvían la autoestima con la consigna de querernos primero a nosotros mismos para poder querer luego a los demás. Lástima que algunos se quedaron en el primer episodio y el egoísmo empezó a ponerse de moda- es que realizarse lleva muchísimo tiempo-.
Sin embargo, a la larga, las nuevas religiosidades demostraron fallar como las antiguas en cuestiones básicas. Por ejemplo; explicarnos, a veces, por qué nos viene un marrón. Cierto es que en ocasiones nos buscamos el marrón nosotros solos, ¿pero qué hay de los marrones que, ajenos a nuestra buena voluntad, nos llegan por causas externas? ¿Los atraemos con nuestras energías negativas? Me temo que eso de las energías negativas es un concepto tan inasible como el pecado original. Una estrategia para que encima nos sintamos culpables de todo lo que nos pasa.
Si sufrimos es porque no sabemos ser “positivos” y no aplicamos “la actitud”. O sea, porque nos da la gana. Tal vez esto se lo podían haber explicado a los judíos hacinados en los campos de concentración de Auschwitz. Quizás, siendo positivos y con la actitud adecuada, no lo hubiesen pasado tan mal cuando les afeitaban la cabeza para llevarlos a la cámara de gas ¿No lo hizo Roberto Benigni en “La vita è bella”? Pues igual si te desahucian, te despiden o te calumnian. Hala, a ser felices.
Para eso están los manuales de autoayuda, para echarnos una mano, aunque sea al cuello. Y si no, esos aforismos orientalistas tan propagados en las redes sociales, esas fábulas sabias tan propias del Pachatantra. La felicidad la tenemos en bandeja. Más aún ahora que la vende una japonesa en un manual, que se ha hecho de oro. Según la autora, Marie Kondo, el secreto de la felicidad está en ordenar tu casa. “Una vez que ordenas tu hogar, empiezas una nueva vida”, asegura. Claro que eso tiene su ritual. Dicen que Marie Kondo, antes de ordenar una casa, se arrodilla y reza. En eso estamos a la par, yo cada vez que intento encontrar algo en mi casa, invoco a San Cucufato, aunque con la fórmula occidental de amenazarlo con atarle los testículos. Supongo que no es una actitud muy positiva, porque no se da por aludido.
En fin, me consuela saber que también a Rosa Montero le pasa igual. Que los objetos en su casa tienen vida propia y le desaparecen por temporadas. Y es que, como dice la japonesa, es cierto que los objetos tienen su espíritu particular y hay que hablarles con cariño como a las macetas.
Decirles, por ejemplo, “querido y viejo jersey, tú ya has cumplido tu función, así que por mucho que te valore, te tiro al contenedor ahora mismo”.
Igual con los libros, que desordenan lo suyo, ¿para qué más de cincuenta?, se pregunta Kondo ¿es que te vas a leer más?
-No, Kondo, no ¿a quién se le ocurre? Quiero ver la luz y poseer el secreto de la felicidad.
Iluminada por tus palabras, descubro ahora por qué los intelectuales han sufrido tantas zozobras; es que no ordenaban su casa. Los bohemios, por ejemplo, la tenían manga por hombro y los existencialistas, para qué decir. Si Sartre hubiese leído tu manual no escribe “La náusea”. Y qué digo, Sartre, si cualquier escritor lee a Kondo, se dedica a plegar la ropa en vertical, a meter los objetos en cajas de cartón y clasificarlos y, entre unas cosas y otras, no escribe una hostia. Total ¿para qué quiere el mundo esos libros tan depresivos?
Pues bien, me alegro de que Marie Kondo no haya intervenido en la polémica del Museo de la Aduana. Si ella ve que los cuadros llevan empaquetados sin uso desde hace veinte años, igual los hubiera tirado ya al contenedor. Con mucho cariño.