Hubo asombro por la reciente muerte de Fidel Castro. Más que nada, porque muchos pensaban que ya estaba muerto.
Como Gabriel García Márquez, Fidel pasó sus últimos años en un espacio tan incierto y remoto que parecía más propio de los difuntos que de las criaturas vivas. Siendo que hasta los epitafios escritos para la ocasión llevaban dos décadas amarilleando en el polvoriento cajón donde habita el olvido.
Hoy por hoy, esos viejos panegíricos que, en ocasiones, han sobrevivido a sus propios autores, han salido a la luz sin perder en vigencia, porque lo que hubiese que elogiar de Castro era ya algo muy antiguo y concluso. Unas hazañas que, como él mismo, pertenecían al pasado; a los libros de historia y a los museos. La Revolución cubana era ya materia de añejo santuario y cabía en el pomposo edificio de La Habana, donde se podían contemplar las sagradas reliquias de José Martí y las del Ché al ritmo de atronadores himnos marciales. Se llamaba Museo de la Revolución, nunca mejor dicho, y recordaba al Alcázar de Toledo por su minuciosidad necrofílica. Había camisas ensangrentadas en tal o cual batalla, dientes de éste o del otro y maniquís de los líderes en tamaño real con mesiánicos ojos de vidrio.
Entonces ya era todo un recuerdo; las bonitas canciones de la nueva trova cubana, envejecidas en las cintas de casete que amenizaron las veladas de los pisos de estudiante, cuando los porros, la clandestinidad y todo eso. Sin embargo, Franco y Fidel no se llevaban tan mal después de todo y, pasados unos años, Fraga, exministro del Caudillo y el prócer revolucionario, intercambiarían semblanzas, copas y piropos en un homenaje celebrado en Láncara, el pueblo natal del padre de los Castro. Todos eran gallegos, al fin y al cabo.
Entonces ya la Revolución era un bonito motivo ornamental; el estampado del rostro del Ché Guevara en una camiseta; un Jesucristo comunista con el mismo carisma rebelde y juvenil de Jim Morrison. Ese guerrillero que prestaba su imagen espiritual al Régimen de Fidel como José Antonio al de Franco. No hay que olvidar que los extremos se tocan, que en cualquier dictadura hay santones y presos políticos y exiliados; represión y censura.
Fidel ha muerto y el pueblo cubano, que sigue viviendo en Cuba, expresa su condolencia, ¿qué, si no? ¿Acaso la libertad de expresión es una pauta en la isla?
Los cubanos en Cuba dicen que Fidel era para ellos como un padre o un abuelo. Lo mismo dijeron en entrevistas callejeras muchos españoles recién muerto Franco y luego lo olvidaron para ser demócratas de toda la vida. Muy otra cosa es lo que hacen los cubanos en Miami, que celebran la muerte por las calles. También vivió este país fiestas, si bien más discretas en domicilios particulares aquel 20 de noviembre de 1975.
En realidad, no se celebra tanto la muerte de una persona como la evaporación definitiva de un fantasma, pues ya antes de su retiro, Fidel no era una presencia demasiado tangible en su país. Comparecía sólo de vez en cuando para dar larguísimos discursos televisados en su canal oficial como un Gran Hermano ubicuo, que, sin embargo, da que dudar sobre su propia existencia.
Sobre su vida privada se especulaba en terrenos hipotéticos y legendarios. Se decía que ocultaba a todos el lugar donde dormía por temor a un atentado del FBI –y quien sabe si también de los suyos- y que el resto del día lo ocupaba en placeres exquisitos; banquetes epicúreos y hasta pantagruélicos, sobremesas con espiritosos de importación y buenos cohíbas y consecuente solaz a manos de bellas mujeres; preferentemente rubias y de piel muy blanca.
Como en toda leyenda, puede haber algo de exageración, pero lo cierto es que su ausencia era lo más notorio de su gestión -o su falta de ella-. Cualquiera que pasease por las calles de La Habana, veía a un pueblo abandonado a una suerte desesperada que, impulsados por el hambre y la miseria, perseguían el dólar del turista a costa de su propia dignidad. Los niños y los ancianos pedían limosna, bolígrafos y medicinas y jóvenes y adolescentes se ofrecían como jineteras y jineteros a la puerta de los hoteles. Era el paraíso de cualquier pervertido. Había tipejos que se llevaban a su habitación las chicas a puñados y ancianos que se acostaban con menores.
Un joven que nos sirvió unos bocadillos en la playa de Varadero nos contó que los turistas alemanes eran muy aficionados a hacer comer a las muchachas sus excrementos.
La educación, claro, funcionaba bien. Había médicos muy cualificados que ofrecían su coche como taxi pirata porque ganaban sólo diez dólares al mes.
Y, en fin, dicho lo dicho, si Fidel tiene el mérito de no haberse rendido nunca explícitamente al capitalismo, lo cierto es que lo llevaba haciendo hace décadas por la puerta de atrás y que su comportamiento era idéntico al que noveló Miguel Ángel Asturias en “El señor Presidente”.
El retrato robot de un dictador vale para todos los dictadores. No existen dictadores de izquierdas ni de derechas; todos son igualmente fascistas.