Que tenga que haber un día para conmemorar a la mujer escritora y que dicho día sea celebrado por primera vez en este 2016 (del siglo XXI), nos da una idea de la dificultad histórica que han tenido las mujeres para tener una visibilidad en el ámbito literario.
Ya resulta bastante significativo que Cecilia Bhöl de Faber tuviese que firmar sus novelas con un pseudónimo tan rotundamente masculino como “Fernán Caballero” y que a Emilia Pardo Bazán un ensayo (“La cuestión palpitante”) de adhesión al gurú del naturalismo, Émile Zola, le costase no sólo el divorcio, sino también el rechazo del propio Zola y las aceradas burlas tanto de contemporáneos como de extemporáneos, pues se puede decir que las bromas despectivas y sangrantes a costa de la escritora gallega, junto con la leyenda acerca de sus vicios y lujurias, han persistido hasta hoy muy por encima de la valoración de su obra literaria, juzgada en muchos casos con irónica y prejuiciada petulancia altanera. Hablamos del siglo XIX, pero incluso en el siglo XX hay casos bastante dramáticos. Se da a entender por algunas páginas de la biografía de Caballero Bonald que Ana María Matute sufrió la envidia brutal de su primer marido, un escritor mediocre, que la obligaba a revisar una y otra vez su novela fallida, robándole horas a su propia creación, y terminó hasta vendiendo la máquina de escribir de la autora para pagar deudas y, de paso, frenar ese despegue literario de su esposa que tanto lo humillaba.
Peor aún le fue a Elena Fortún, que tenía que esconderse en el baño para escribir porque su marido se lo tenía terminantemente prohibido. Digamos que hasta hace muy poco se consideraba que la escritura no era compatible con las prioridades congénitas de la mujer; el cuidado del hogar, el marido y los hijos. Lo que explica que, por evitar esta tendencia “contra natura” se les negase, además del acceso a estudios superiores, la cercanía a libros más allá de los devotos o folletinescos.
Aquellas que, sin embargo, lograban burlar tantos obstáculos y alcanzar la competencia precisa para escribir, terminaban escapando del hogar; como Carmen Laforet y Ana María Matute o renunciando a su vocación y dejando así un vacío en la historia de la literatura. Hay sobradas razones, por lo dicho, para comprender el porcentaje menguado de escritoras frente al de escritores. Y este porcentaje se explica por una osadía inusitada o una férrea fuerza de voluntad. Ha habido escritoras que han empezado a ejercer de modo completo muy tarde, después de culminar la crianza de los hijos, como Rosa Regás o Carmen Posadas y otras que priorizando sus intereses literarios, incluso han renunciado a tener hijos. Como Maruja Torres o Rosa Montero, quienes, sin embargo, han pagado el precio de ser mal miradas por ese sector de la sociedad que ve en la mujer sin hijos, una mujer incompleta. Y eso, aunque parezca mentira, también se da a día de hoy, habida cuenta de que escritoras más jóvenes como Eva Díaz Pérez han notado el peso de esta discriminación.
Excepciones hay, claro, como, por ejemplo, Almudena Grandes y Elvira Lindo, que han compatibilizado hijos y escritura, gracias, imagino, a una dieta supervitaminazada y mineralizada y a un marido escritor, que sabe de qué va la cosa y sin dejarse llevar por un ego despendolado, deja espacio suficiente en su casa para otro yo creativo. No es lo más normal, pero es posible.
Si fuese normal, no habría un “Día de la Escritora”, porque ser escritora sería un hecho normalizado que no tendría que valer ninguna reivindicación ni revestir la cosa con el toque de lo anecdótico y lo exótico. A estas alturas.
Las escritoras, en fin. A título póstumo, dan también mucho de sí. Este año se ha publicado la obra de Lucía Berlín como una revelación de la narrativa mundial, de la talla de Joyce o de Proust. Y hay por ahí mucho asombrado preguntándose por qué no la han descubierto antes.
Eso mismo digo yo. A la mujer, que murió alcoholizada, malviviendo en el garaje de uno de sus hijos, le hubiese gustado oír estas cosas tan bonitas y, a lo mejor, participar del éxito de ventas.
Hay escritoras que se hacen célebres después de morir y otras que, después de ser célebres, mueren en el anonimato. Ahora circulan unas memorias ficticias de Adelaida García Morales, que especulan sobre esta posibilidad, arrancando de la anécdota de que pidió 50 euros en una concejalía para pagar un autobús a Madrid. García Morales no se merecía este libro, tampoco la limosna de 50 euros, sino una pensión digna para no dar pie a esta memoria miserable.
Vende lo póstumo en femenino. Se publica una novela inédita de Elena Fortún en la que se revela su lesbianismo. Lo mismo se dijo de Carmen Laforet.
Al final, va a resultar que la mujer escribe por un exceso de testosterona. Por algo dicen que tienen pluma.