Como toca celebrar Halloween, el otro día me puse a ver una película de terror. Hacía mucho tiempo que no veía una, pues no es de mis géneros favoritos, pero entré en materia enseguida. En los filmes de terror se ve que se ha innovado bastante poco, ya que, aunque era de estreno reciente, muy bien podría tratarse de alguna de las mismas películas que vi hace tropescientos años.
Para empezar, la trama, como no podía ser menos, se desarrollaba en una casa aislada y maldita, que había adquirido una incauta familia en una subasta. Se veía venir que un chollo así vendría con alguna pega; ya decía mi abuelo que nadie da duros por pesetas y lo barato sale caro. De modo que, al poco de instalarse la familia en la mansión, descubre que el inmueble ya estaba poblado por otros inquilinos. Esa clase de fantasmas ruidosísimos que no te dejan pegar ojo en toda la noche, a base de gemir, dar golpes en las paredes, abrir puertas quejumbrosas y, con el tiempo, manifestarse en cada esquina con sus presencias lívidas y ensangrentadas y sus alaridos ultraterrenos. Los fantasmas nunca han sido vecinos silenciosos ni hospitalarios, por lo que aquellas criaturas en constante solivianto se arrepienten pronto de haber cambiado el bullicio de la ciudad por la supuesta paz del campo. A los vecinos molestos uno les puede poner una denuncia pero a los fantasmas, dada su natural evanescencia, no hay manera de echarles el guante. Y más en este caso, ya que los espíritus formaban tal multitud de no dar abasto con el overbooking. Se ve que el guionista, no contento con dar otra vuelta de tuerca a la trama, quiso rozar el barroquismo del espectrismo aullante para que a la casa fantasmagórica no le faltase un detalle. Así que en la congregación de almas atormentadas había seres maléficos para todos los gustos; desde los típicos niños diabólicos al asesino múltiple, de pasado traumático, pasando por la sacerdotisa de Satán que, después de haberse suicidado por no dar a luz al hijo del mismo diablo, ora se aparecía colgada de un árbol, ora mostrando las llagas de sus muñecas.
Como casa de espíritus, entre el caos, el desorden y el batiburrillo imposible de las terroríficas presencias, aquello era el mismísimo Chichi de la Bernarda, de modo que la familia desbordada no tuvo sino que llamar a un exorcista para resolver tan conflictiva situación. Se trataba de un hombre muy resuelto y dispuesto que no le hacía ascos a las horas extra y, aun siendo americano, era igualito que Manolo Escobar.
En principio, la verdad, es que me harté de reír, pues no hay nada que dé más risa que una mala película de miedo. Y esta convertía a las del legendario Ed Wood en verdaderas joyas del cine de terror. Los monstruos estaban tan mal maquillados que parecían sacados de “El tren fantasma”; esa atracción que pululaba, entre el cutrerío y la miseria, por las ferias de los pueblos, cuyo máximo atractivo consistía en que un monstruo muy remendado se subiera al vagón a darte de escobazos en la cabeza. Pero, pasado un rato, empecé a aburrirme. Si aquella película era el último grito del terror, bien podría titularse “Mucho grito y pocas nueces”.
Era un refrito de retales mal cosidos, de tópicos manidos y mal digeridos con olor a rancio; un producto de la mediocridad que provoca el descenso de los niveles culturales y termina reflejándose en todas las áreas artísticas.
Dejé de ver la película y me concentré en la lectura del periódico, que traía noticias también como de otro tiempo. Se hablaba de una huelga de estudiantes a objeto de protestar por las reválidas, que plantea la penúltima reforma educativa ¿será que no hay otra manera de resolver el futuro que regresar al pasado? ¿Será que, después de tanto escándalo, esa medida no va a quedarse sino en agua de borrajas? Me temo que expresar mi opinión al respecto sería repetir la sólita tarandilla que ya conocen de sobra los lectores.
Lo otro sería escribir una página sobre la conveniencia de volver a nuestros ritos patrios y poner en escena Don Juan Tenorio, en lugar de celebrar la invasiva fiesta de jalogüin. O intentar hacer una parodia caracterizando a los políticos como personajes de Halloween, pero seguro que esa divertidísima idea la estarán escribiendo ya algunos en estos momentos. No sé si es que nos repetimos demasiado o es que la realidad se repite tanto que no nos da otra opción.
En cualquier caso, siempre nos podemos recrear en la paradoja de los términos invertidos. Ahora ver las noticias da miedo y ver una película de miedo da risa.
Yo por mi parte diré
que bellotas o castañas
no me sientan nada bien
cuando van acompañadas
de espectros de casas viejas
que aparecen y se pierden
a través de la floresta
como si fueran La Masa
Salvo por los ojos verdes
que me iluminan la casa
me tira poco lo celta;
Aunque debo confesar
que en lugar de Chesterfield
cuando había que fumar
siempre fumé Celtas-fiel
a pie de barra en el bar
o sentado en banco frío
evocando por Los Santos
el fragor de lo vivido
por templarios y castellanos
cuánta sangre habría corrido
al pie del viejo Moncayo…
Antes, no digo ahora
que se prolonga el estío
y esa lluvia que no asoma..
A primeros de noviembre
no baja el agua del río
cantarina y sonriente
camino del camposanto;
que el rumor de la corriente
pasa como atenuando
las desdichas de la gente
y si falta ¿qué le espera?
oír tacos e improperios
del desayuno a la cena
de oposición a gobierno
toma y daca y viceversa
La cosa tiene bemoles
solo queda echar en falta
un gobierno en funciones…
Sea cual sea el jolgorio
aquí el personal se apunta
y, a la porra, Juan Tenorio,
que viva la marabunta
maquillada de difunta
dándole bien al fiestorro
lleno de brujas pirujas.
Carnaval, carnavalero
sea noviembre o febrero,
preparar las navidades
o vestirse de lunares
como decía el poeta,
ay, qué país de peineta
y charanga y pandereta
(y Don Juan a hacer puñetas)