Recuerdo a un solterón recalcitrante, a quien siempre que se le preguntaba cuándo se iba a casar respondía con firmeza:
-Nunca. Prefiero aburrirme solo.
Aquel hombre que, curiosamente, era un teórico de la literatura, no escribía sino ensayos a nivel erudito, hubiese sido imposible concebirlo como narrador o poeta, teniendo las ideas tan claras. No son las certezas sino las dudas las que empujan a los letraheridos a componer versos o crear ficciones. Escribir es un modo de explicarse las cosas o de explicarse a sí mismo, como dijo en una entrevista mi compañero, Juan Gaitán. Esto, aún a riesgo de no llegar a ninguna conclusión. Zeno, el célebre personaje de Italo Svevo, al terminar una autobiografía que había escrito para curarse de su neurosis, dijo:
“Ahora lo recuerdo todo, aunque no entiendo nada”.
Podremos entonces concluir que lo importante para quien se atreve a empuñar la pluma no es tanto la meta improbable como la aventura de la búsqueda. Una aventura, especialmente arriesgada y abocada al naufragio, cuando se trata de desentrañar el sentido del amor, pero fecunda en sí misma, si pensamos que sobre ese argumento tan evanescente se han construido las más bellas obras de la literatura universal.
Recibo de Francisco Javier Rodríguez Barranco un ejemplar de su recién publicado libro de relatos “Los brazos de Venus”, que ya apunta en el título la ironía propia de una paradoja y la reitera con una cita de Rubén Darío en las páginas preliminares, donde el poeta dice perseguir “El abrazo imposible de la Venus de Milo”. Esa diosa sin brazos que, en nombre del amor, regala tantos espejismos. Tal vez a sabiendas de que sólo lo ilusorio nos mantiene vivo el deseo que es el verdadero motor de nuestra existencia.
Por ese juego de espejos se comprende en uno de los relatos, que da nombre al libro, cómo una pareja carnal consuma una fortuita relación sexual, fugaz y sin transcendencia mientras sus sendos reflejos logran, en cambio, al otro lado del cristal, la comunión mística de las almas.
Hay quien se lamenta de no encontrar nunca una pareja a su medida, sin confesarse ni a sí mismo que esas medidas, esos requisitos que se agigantan con el paso del tiempo, no son más que una estrategia para seguir disfrutando de la espera del amor en soledad. Esa mujer de “Doce hombres sabios” es una Penélope que desteje por la noche sus labores como excusa para rechazar eternamente a sus pretendientes hasta agotarles la paciencia. La típica soltera vocacional, enamorada del caballero inexistente de Calvino. También en muchos hombres está ese Ulises que dilata su regreso al hogar junto a la esposa, la pareja fiel y estable, para gozar de aventuras con ninfas y hechiceras, poniendo como pretexto la ira de los dioses.
La vida, en cualquier caso, no es lineal ni obediente, como no lo es ese ascensor (“El ascensor”) donde un tipo angustiado, como el Vázquez de “La cabina”, por capricho de la máquina, se ve condenado a bajar plantas en lugar de subirlas y visitar en ellas episodios de su pasado cual Ebenezer Scrooge en “Canción de Navidad”.
Hay momentos en que es necesario pararse en el camino y mirar atrás para construir el futuro correcto. Aunque ese pasado venga a matarnos de un disparo con la apariencia del gangster de “Balas sobre Broadway”. Para colmo en Alcalá y comiendo pipas (“El primer amor”).
Encuentro en los cuentos de Barranco, guiños a Woody Allen. A veces en forma de citas y otras de episodios. Esos intelectuales ya maduros (“Una durmiente bella”) que entremezclan sus desordenadas paranoias, vaciando botellas de güisqui podrían haber estado en un salón de un piso de Manhattan. O en un capítulo de “Rayuela”. Difícil es que un escritor llegue a serlo sin experiencias ni influencias. Como las primeras no se pueden elegir, bien está que en las segundas elijamos las mejores.
Y bien, hablábamos de amor ¿el amor se elige? ¿O se acepta? Puede, en fin, que llegue de la mano de la persona más inadecuada (“Mi novia es una Choni”). No era perfecta, como nadie lo es, pero era la tuya. La dejaste y, a cambio, encontraste siempre un asiento vacío junto al tuyo en el autobús. La soledad.
El amor imperfecto, o sea, el real decepciona como todo lo humano. Por eso Dante y Petrarca, que gozaban en la cama con muchísimas mujeres, prefirieron dedicar sus versos a chicas que apenas habían visto un par de veces en su vida. La platonización es otra alternativa que rehúye el miedo al fracaso del contacto físico. Dos personas que viven su romance a través del móvil, aunque sean vecinos y no tengan un impedimento para encontrarse, un hombre que se enamora de la voz de una operadora telefónica, unos solitarios que se comunican por gestos a través de la luna de un escaparate…aunque también esas historias puedan tener un final tan vulgar como todas las historias vulgares. Porque, de una manera o de otra, nos cansamos de no conocer a los otros, cuando ni siquiera nos conocemos a nosotros mismos. Por eso escribimos, a ver si conseguimos explicárnoslo. Que no se diga que no lo hemos intentado, por lo menos.
Según pasan los años igual el deseo
va dejando atrás su luminosa estela
un momento fugaz que surca el cielo
convertido en cabellera de cometa
dispersa entre el espacio y el tiempo;
antes fue suave y ondulada y quieta
y muy despacito surcaban los dedos
la frondosa selva de su cabellera
el bosque adorado de sus cabellos
Hoy no será igual ni mejor ni peor;
será ese instante, ya superpuesto
ya solidario, si hablamos de amor;
éste de ordinario posee el repuesto
que lleva el deseo en su transición…
Un abrazo perfecto de Afrodita,
un desatino en letra de Flaubert,
querer por querer
el rayo de luna
(y no dar una),
perder por perder,
que es mejor del amor
buscar la suerte
que esperar sin más
las tinieblas fatales
de la muerte.
El amor es osado, se diría de valientes
que atraviesan la estepa con los ojos vendados
desdeñando el aliento de las rocas silentes
que esperan ansiosas, del uno al otro confín
dar vidilla de amor a sus vidas indolentes
mientras diseccionan a Madame Bovary…