Dentro de Varsovia, hay muchas Varsovias. Sólo una de ellas es la Varsovia del casco viejo (Stare Miasto) que es un conseguido decorado evocador de lo que debió de ser la ciudad en sus siglos de oro, antes de los bombardeos nazis. Este es el centro sentimental de Varsovia; el de los músicos bohemios, el teatro al aire libre y el paseo melancólico al atardecer, pero hay otro centro más decisivo, más neurálgico de esa otra Varsovia desarrollista y dinámica que ha querido tocar el cielo del progreso con sus rascacielos como una renovada réplica de Nueva York.
Preside este entorno, sin embargo, frente a la futurista estación de trenes y la torre de pisos colosal que emula a una vela de barco, la inmensa mole del Palacio de la Cultura y las Ciencias. Un regalo que hizo Stalin a la ciudad para que quedase clara la adhesión del país, desde su capital, al pacto de Varsovia.
Admirado por unos y detestado por otros, este edificio, que se me aparece como la versión agigantada de La Equitativa en el arranque de la calle Larios, tiene, según lo percibo, un aire de presencia sobrecogedora, desafiante y siniestra y, pese a que bulle de vida interior, sobre todo en sus bajos, ocupados por salas de exposiciones y conciertos, se me figura que esté poblado de fantasmas.
Si seguimos nuestro paseo, antes de llegar al barrio judío, daremos con una zona refinada y exclusiva (Ruta Real), donde los edificios institucionales, de elegantes líneas neoclásicas, se alternan con cafés y negocios glamurosos. En este contexto, encontraremos la célebre tumba del soldado desconocido, donde nunca se baja la guardia.
El tránsito será muy brusco desde dicha lujosa zona al barrio judío; una desoladora ruina de sí mismo entre edificios chatos y renegridos que no parecen haber sido restaurados desde los años 50, cuando los soviéticos los levantaron sobre las cenizas que dejó el exterminador ejército nazi.
Se calculan siete mil judíos asesinados y otros seis mil caídos por los bombardeos.
Los tristes puntos de interés de este barrio de la ciudad son todos evocaciones del Holocausto;
el monumento a los héroes del gueto, los fragmentos del muro, la roca que señala el lugar donde estaba el bunker, el árbol seco donde se exponen las fotos de los desaparecidos, el orfanato Janusz Korczak…Un oscuro recorrido por el dolor que, sin embargo, es necesario para tener presentes los errores que nunca debe repetir la historia.
Un intermedio entre el lujo del centro aristocrático y las ruinas desoladoras del gueto, es el barrio de Praga. Una zona muy vivida y casi intacta a los desastres de la guerra, que da una idea bastante exacta de lo que ha debido ser la Varsovia de toda la vida. Para los más, una ciudad austera, pero llena de movimiento y, a ratos, de enérgico optimismo.
Pero el alma de los veranos varsovianos está en sus parques, donde los ciudadanos, sentados en sus bancos o recostados sobre la yerba, apuran con avidez las horas de luz solar que luego les robará el invierno; ese largo invierno lluvioso y con temperaturas bajo cero que ocupa el resto de las estaciones del año.
De entre las numerosas zonas verdes de Varsovia, son admirables los jardines barrocos del palacio Wilanow, del tiempo de los grandes reyes, que requieren una visita de culto, pero para pasar el día y dominguear, sea domingo o no, recomiendo las inmediaciones del parque Lazienki, en cuya profusa y abundante superficie boscosa sorprende al oído el inquieto correteo de las ardillas y deleita a la vista la quietud del lago, que surca de vez en cuando una góndola, llevando a bordo a alguna pareja de enamorados.
El parque y el palacio Lazienki, que fue residencia del rey Estanislao Augusto Poniatowski en el siglo XVIII, en ese estilo neoclásico tan prestigiado en Varsovia, hace honor a los motivos grecolatinos. Aquí encontraremos un anfiteatro donde asistir a actuaciones musicales gratuitas y conjuntos escultóricos de tema mitológico, además del célebre monumento a Chopin y, como excepción exótica, las pagodas chinas.
Pero, si después de tanta languidez, echas de menos un poco de marchita más cañera, al atravesar el parque, encontrarás la playa de Varsovia, a orillas del río Vístula, con su arena, sus hamacas y sus chiringuitos de música chunda-chunda. Esta ciudad no se priva de nada y mucho menos tampoco del fútbol. Es domingo y, desde el estadio, nos llegan los gritos de los fanáticos animando a su equipo, “Vamos, Legia, me cago en la puta”, me temo que aúllan en polaco.
El polaco es un individuo tranquilo hasta que llega el domingo y se convierte en un hincha ¿nos suena esto de algo?
Muy bonita miscelánea
de Polonia rediviva
en verano que termina
sellado con instantánea
que pasa suma y sigue
no dando tregua el mar
la tierra ni las fronteras
unos de regreso ya
otros que se desesperan
y buscan la paz con ansia
cual si la vida les fuera
fuera de la madre patria.
Viejos días, quién volviera
aquella entrañable guerra..
En el bosque Bialowieza
agita el viento las hojas
mientras leo las proezas
de la Caballería Roja…
Feliz regreso, Lola