Capodanno en Roma

2 Ene

Año nuevo, vida nueva. Me he venido hasta Roma para formularle mis deseos al 2015.

Tal vez porque necesito volver a nacer, como el nuevo año, en el mismo lugar de mi verdadero nacimiento. Casi todo ser humano nace dos veces; la primera cuando asume la vida que le dan y la segunda cuando elige la vida que quiere vivir.

Para mí, el origen de mi verdadera vida fue un viaje a Roma. Fue un viaje que emprendí en soledad y con muchas lágrimas, porque también era un viaje de despedida. En ese viaje me despedí de la persona convencional que yo había intentado ser hasta entonces y me reconciliaba con la niña rara que, en el fondo, nunca había dejado de ser. La niña que hacía piarda de las clases de costura porque le horrorizaban el punto de cruz y las vainicas, la que ojeaba las revistas políticas de su padre y leía a los poetas, mientras las demás saltaban a la comba en el patio, y después escribía a escondidas conjeturas sobre las injusticias sociales y el sinsentido de la existencia humana en un cuaderno forrado con ilustraciones de Walt Disney, sin saber muy bien qué estaba haciendo ni por qué. Y siempre con la conciencia mortificada por observar una conducta anómala. Será que, al crecer, el afán de singularidad es cosa común en el ser humano, pero, en la infancia, nada hay que odie más un niño que ser diferente. De modo que, sin ser yo una excepción, viví aquella situación en la clandestinidad hasta que mi profesora de literatura vino a sacarme del armario. Orgullosa ella de ser mi primer Pigmalión, aireó su hallazgo a los cuatro vientos y, en el colegio, me gané el apodo de “la niña poeta”, que es quizás la etiqueta más gazmoña que se le pueda poner a una niña.

Mi natural timidez sufrió lo indecible a partir de aquel momento, pues ya formaba parte del ritual de las clases, que yo subiese al estrado a recitar unos versos con un arrobo sudoroso en la cara y la cuartilla temblorosa entre mis manos. Incluso me hacían leer los exámenes, porque, más que un control académico, decían que parecían un ejercicio literario. En fin, yo odiaba aquella sobreexposición pública, pues, si no podía ser normal, al menos, aspiraba a ser invisible. Sin embargo, aquella profesora enérgica y determinante fue demasiado lejos. Incluso se presentó en mi casa y se lo comunicó a mi madre: Su hija va a ser escritora, le declaró sin cortarse un pelo, mientras yo me escondía en el cuarto de baño con el pestillo echado, como si me hubiesen pescado en una falta gravísima. Luego llegaron los dos primeros premios literarios. Yo tenía sólo trece años y, de ningún modo asumido, que tenía que subir a un escenario y decir unas palabras de agradecimiento. Cuando oía mencionar mi nombre en voz alta, salía a la carrera y recogía el diploma para salir huyendo, sin dar un instante de espacio para que el periodista pudiese hacer la foto.

En la  universidad, por fin, alcancé mi sueño, diluirme en el anonimato. Me busqué un novio futbolero, aprendí a cocinar y esperaba sólo el momento de titularme para empezar a estudiar las oposiciones a profesora de instituto. Y ya, cuando ese momento llegó, y estaba a un paso de culminar mis proyectos de vida convencional, me sobrevino el vértigo y aquella niña rara que aún vivía dentro de mí, en los sótanos del deseo, consiguió quitarse la mordaza y gritó que lo mandase todo al carajo y que huyésemos a Roma. Fue un viaje de iniciación pero también de renuncia. La fascinación por las maravillas que me ofrecía a la vista la ciudad eterna, de repente, se me nublaban entre lágrimas; en los foros imperiales, en las isla Tiberina, en las termas de Caracalla, en cierta trattoria del Trastevere y, más aún, en los jardines de Villa Borghese.

Sin embargo, aquella ciudad me terminó consolando. No hay tristeza que no se diluya en el encanto de los escenarios de Fellini, la imaginería colosal de Miguel Ángel, la pícara inocencia de Rafaello, la serenidad de Canova, el misterio en movimiento de Bernini, y la teatralidad de esas plazas, bullentes de vida y de historia. Si uno quiere comprender que hay un mundo magnífico, más allá de sus pequeñas miserias, debe empezar su ruta en Roma.

Aquel primer viaje a Roma fue mi verdadero nacimiento. Por fin, iba a elegir mi vida, no quizás la que me convenía, pero sí la que yo necesitaba. Y me reconcilié para siempre con la niña rara; volví a mi soledad, a mis lecturas y a escribir mis cuadernos clandestinos. No por mucho tiempo, pues los descubrió Álvaro García y me animó a colaborar en este periódico. He pretendido ser un polizón de la literatura, pero siempre me pescan infraganti. Como mi amiga Ana Ferrer, que se empeñó en que escribiese un relato para un concurso literario de “Mujeres viajeras”. Me resistí, pero al final envié el relato de mi primer viaje a Roma y quedé finalista.

Y continué; escribir es mi fatalidad y no es un vicio peor que cualquier otro si no fuese acompañado por la hipersensibilidad, la soledad y las crisis de melancolía. Escribir es un dolor al que, a veces, quiero renunciar, pero siempre vuelvo, como vuelvo a Roma, que ahora me sugiere impúdica este artículo tan íntimo en plena resaca de bragas rojas y lentejas de la suerte.

6 respuestas a «Capodanno en Roma»

  1. Menos mal que nació de nuevo. Los que disfrutamos leyendo sus artículos y relatos lo agradecemos.

    Por otra parte, quizás ese nacimiento sea la vuelta al origen, a la cultura madre de la que nos nutrimos todos, estoy convencida de que el Imperio Romano no ha muerto, sigue en nuestros días. Un listo decidió que en lugar de pagar legiones de soldados, sería mejor conquistar por el espíritu y no por las armas, más eficaz y más lucrativo, en lugar de dar, recibe. Ahora que acaban de terminar las fiestas navideñas es algo que se evidencia más, el representante de aquel niño judío, el que guarda sus enseñanzas, instalado desde tiempo inmemorial en la eterna Roma, el centro del imperio mediterráneo.

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