En medio de las llanuras esteparias de la Mancha, monótonas de ocres y amarillos, el intenso azul de las lagunas de Ruidera ribeteadas de verdes esplendores, parece una foto amañada por el Picassa, una lejana postal de idealizada lejanía de las que enviaban a la familia en los sesenta, los emigrantes que bebían, por fin, el maná de la próspera Suiza.
Semejante maravillosa incongruencia sólo la pudo explicar el Quijote en la cueva de Montesinos, donde dijo que las lagunas eran producto de un hechizo del mago Merlín.
El encantamiento aún persiste, por fortuna, y se puede disfrutar a todo color en este otoño veraniego que invita al largo paseo en manga corta, recreados por el solo canto de pájaros de todas las raleas que, indecisos por el calor, preparan su viaje.
Después de una buena caminata, huelen divino las carnes asadas que ofrecen las numerosas ventas con terrazas asomadas al horizonte, acompañadas de su vino del terreno que por aquí es costumbre aligerar con gaseosa. Y, sin embargo, yo lo prefiero tomar solo. Como decía García Pavón en sus novelas, el mejor vino es el vino del año, que todavía sabe a uvas frescas.
Luego de tanta sofisticación de bodegas yuppies posmodernas, los manchegos echan de menos el vino que hasta el más pobre se hacía en su propia casa.
Tras la sobremesa, que se propone distendida y espaciosa para dar lugar a las elocuencias que inspira el vino, se paga la cuenta sin apuro, que, por estos lares, es de números cortos. Es de rigor, dados los precios y la excelencia del yantar, olvidarse un poco de la línea, que aquí las calorías aprietan fuerte.
Para seguir ruta, sin perderse nada, conviene hacer corto trayecto hasta Argamasilla de Alba, el pueblo vecino a Tomelloso, donde también operaban Plinio y don Lotario tras las pistas de sus crímenes. Si no se conocen los antecedentes históricos del lugar, el pueblo sólo parecerá una carretera entre dos desabridas calles por la que pasar indiferente hacía cualquier otro destino.
Sin embargo, este lugar sin atractivos aparentes, es el “lugar”; el lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiere acordarse el propio autor de El Quijote, pues fue aquí donde Miguel de Cervantes sufrió prisión, según dicen unos por requebrar a una moza, hermana de un cacique del pueblo y, en la versión más fiable, por pretender cobrar un dudoso impuesto del priorato de la orden de San Juan.
Según ha aceptado ya el mismo Vargas Llosa, la lóbrega cueva que sirvió de cárcel a Cervantes en la casa de Medrano, fue el lugar en el que concibió su ingenio el personaje de El Quijote, inspirándose en un hidalgo enajenado de este pueblo, llamado Rodrigo de Pacheco.
Así lo sostuvieron los históricos académicos de Argamasilla en sus reuniones cervantinas de la rebotica, donde acudió Azorín cuando estaba escribiendo “La ruta de don Quijote”.
Desde Argamasilla, mejor con la luz de la mañana siguiente, hay que visitar Alcázar de San Juan, que es el pueblo más luminoso, diáfano y ambientado de esta zona. Un sitio, de veras, adecuado para que allí naciese el vitalista Cervantes, como defienden sus lugareños por una partida de bautismo que se encontró en la iglesia parroquial de Santa María la Mayor.
El bellísimo casco histórico de Alcázar bien se merece un paseo entre palacios, posadas y conventos mientras se hace la hora del aperitivo que es un lujo de ambientazo en las terrazas de la Plaza Mayor, donde, como en toda Ciudad Real, tienen la buena costumbre de la tapa gratuita.
Antes de marchar de Alcázar, no hay que olvidarse de comprar las famosas tortas con las que tan bien “cafeteaba” Plinio. Y después, si queda día por delante, acercarse a El Toboso que, aunque ya pertenece a la provincia de Toledo, no queda demasiado lejos.
El Toboso es el pueblo mejor conservado de la ruta, tanto que su recorrido equivale a viajar en el tiempo a La Mancha del siglo XVII. Para los mitómanos de El Quijote se hace imprescindible visitar allí la casa de Ana Martínez Zarco de Morales, mujer en la que, según se dice, se inspiró Cervantes para crear el personaje de Dulcinea “Dulce Ana”.
Llegado el atardecer, apetece como es el tópico acercarse a Campo de Criptana para contemplar los molinos en el concierto alucinado de los fuegos crepusculares. Ayudados por ese ocaso prodigioso y los mágicos poderes del vino de la Mancha, que son el verdadero bálsamo de Fierabrás, no es difícil confundir como Don Quijote los molinos con gigantes o con lo que haga falta.
Y así damos fin a esta ruta donde Plinio y don Lotario se encontraron con don Quijote y Sancho Panza por esas llanuras manchegas donde nada es imposible. Quien lo probó, lo sabe.