A veces, imagino que soy un turista y veo Málaga con los ojos de la primera vez. Y me encanta descubrir la luz diáfana de calle Larios a una hora todavía temprana de la mañana. Pongamos un poco de brisa fresca, en esta primera mañana de julio en la ciudad y será perfecta, como sabe serlo en estos inicios del verano.
Tal vez ésta es una etapa de mi crucero por el mediterráneo o tal vez vengo del aeropuerto con la idea imprecisa de quedarme aquí más días, si me gusta lo que veo.
Después de tomar un café en el muelle, dialogando en silencio con el mar, emprendo con inquietud deleitosa la visita, arrancando de la artería principal de la urbe, según dice la guía de viajes. Antes de cruzar, dejo a un lado un gran edificio envuelto todo él con publicidad de Beefeater. Si sumamos esto a que la calle se llama Larios, podría anotar en mi diario, como primera impresión, que esta ciudad me recuerda a Ginebra por el momento. Cuando uno está de vacaciones, se vuelve bastante ocurrente. Antes de empezar un viaje de mal humor, mejor quedarse en casa, qué caramba.
Por lo que me han dicho y lo que veo, no será difícil mantener el ánimo alegre, pues las gentes de estos lares son bastante proclives al cachondeo. Por ejemplo, este lotero que, a la entrada del banco Santander, quiere venderme un décimo para que cambie de novia. No me parece mala idea según se van presentando las chicas a mi paso. Sin duda, no se equivocaron mis compatriotas al afirmar que las malagueñas son las mujeres más guapas del mundo. Con tanta morena imponente por aquí, quién no quiere ser Don Juan.
Pletórico, entro en algunas de las abundantes tiendas de ropa. Casi todas son franquicias y lo que me compre aquí, igual se vende en mi país y en todos los países del mundo, pero, cuando uno está de viaje, con las endorfinas a tope, se encuentra estupendo con cualquier prenda nueva en el espejo del probador. Como nuevo. Como si se le borrasen los defectos y se le esfumasen los años. Me llevo puestas las bermudas y la camisa floreada que me he comprado y tiro la ropa vieja en una papelera. Ya no me vale nada del pasado, he vuelto a nacer. Mi cambio de imagen ha surtido efecto enseguida, porque, dejando atrás la calle Larios, se me abalanzan un montón de chicas preciosas que me invitan a tomar cerveza fresquita. Pero yo no soy un Odiseo que se deje tentar por las hechiceras a la primera de cambio. Dejemos las chicas y las cervezas para luego. Ahora he de cumplir mi misión de turista de visitar los puntos de interés.
Visito la catedral y el museo Picasso y la judería y la Alcazaba y el Teatro Romano, que son antigüedades tan flamantes, que parecen haber sido hechas ayer. En realidad, todo este centro histórico con sus calles y tabernas tienen un lustre que se dirían estar casi a estrenar. Aunque, en este conjunto impecable, hay contrastes llamativos. Un palacete medio derruido en la llamada calle Granada y unos edificios mastodónticos, como de los años 60, que merodean la Plaza de la Merced. El camarero me informa de que antes eran cines. Después de echarle un vistazo a la Casa Natal de Picasso, me he sentado en esta terraza a tomarme ya una merecida cervecita. Una tregua que, sin embargo, no saciará mi sed de aventuras. Pago y prosigo mi callejeo por un barrio sorprendente por lo poco que tiene que ver con lo hasta ahora visto. Aquí se abre un espacio a la cochambre, a las cacas de perro y los malos olores y las casitas bajas a punto del desplome presentan un aspecto bastante sórdido. Sin embargo, el lugar, llegado cierto punto, me resulta pintoresco, alternativo, de ese tipo de lugares que a los turistas, cuando nos sentimos viajeros, nos gusta descubrir por nosotros mismos. Hay una tienda de ropa de segunda mano que se llama Grease con el subtítulo “el futuro está muy grease”y una pizarra junto a ella, donde está escrita a tiza una frase filosófica: “Agradécele a las personas que te dediquen su tiempo, porque es un bien que nunca recuperarán” o algo así. Me dice la dueña que la frase se va renovando y que el cartel de la tienda, la pizarra y los artículos a la venta son objetos que van recogiendo de aquí y allí. Desechos que la imaginación convierte en un alarde creativo. Como lo son los artísticos graffitis que pueblan paredes y muros, donde se dibujan las imágenes a las que se consagra el lugar “La Virgen del descampao” y “El Cristo de los solares”. Si este lugar estuviese en Londres sería Notting Hill y contaría con un reputado mercadillo como Portobello, si estuviese en Dresde sería la Neustadt y los solares se convertirían en concurridas terrazas de verano con actuaciones musicales en directo. Todas las grandes ciudades europeas tienen barrios como Lagunillas, que con pocos recursos y mucha imaginación, se convierten en puntos estratégicos de interés turístico.
Si yo, en lugar de un turista imaginario, fuese alguien que escribiese en un periódico, pediría al Ayuntamiento que invirtiese en el proyecto “Lagunillas”, porque su futuro en lugar de “Grease”, podría ser de color de rosa.
Un turista en Lagunillas
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Jul