Érase una vez, Ana María Matute

27 Jun
Ana María Matute
Érase una vez una mujer de melena plateada, gesto amable y voz bondadosa. Justamente, un hada madrina que con su varita mágica hacía de las palabras, bosques de fantasía. Y, sin embargo, era tan real como sus cuentos.
Venciendo la pereza que puede ser muy densa, llegada la tarde de un jueves intensamente laboral, fui a verla una tarde de marzo del corriente, arrastrada por el presagio de que quizás ésa sería ya mi última oportunidad de conocerla en persona. Por desgracia, no me equivoqué.
Ana María Matute, invitada por el Centro Generación del 27, había acudido a Málaga para dar una charla sobre su amigo, el poeta Jaime Gil de Biedma. Y en aquella sala abarrotada, donde hubo que llegar con media hora de antelación para encontrar alguna butaca libre, la legendaria escritora habló con la solemnidad propia de quien se encontrase en el mismo salón de su casa; de su amigo Jaime, de sus años de juventud trasnochadora entre copas y risas en el seno de la gauche divine con ese modo casual y, a veces hasta frívolo, que tenía la intelectualidad de entonces de beberse la vida intensamente, de practicar, después de tantos años de represión y de silencio, la libertad de la palabra., la provocación del humor y, en ciertos casos, una ingenua relajación de las costumbres.
“Decían que yo era la más sensata de todos, cómo serían los otros”, bromeaba la Matute, antes de lanzarle una diatriba a la fugacidad del tiempo, a la tremenda injusticia que es ver como se van muriendo todos tus amigos.
También habló del dolor de escribir, “porque a la literatura grande se entra a través del dolor, de la pérdida y las lágrimas”, y del dolor de no escribir; de ese angustioso silencio que puede apoderarse del escritor hasta convertirlo en una anacronía de sí mismo: un escritor que no escribe. Una experiencia demoledora por la que también pasó la escritora barcelonesa, debido a una larga y fortísima depresión. El don de la escritura, que era, desde niña, su arma principal para afrontar las más crudas realidades; la guerra, el fracaso matrimonial, la separación forzosa de su único hijo, la abandonó, superadas todas las pruebas, en el momento más inesperado. Porque estas cosas pasan; porque el dolor viene a veces mucho más tarde que la herida; el dolor de todas las heridas, de repente. “La herida es poca cosa, pero luego llega siempre el dolor, su abstracta maquinaria para marcar a fuego nuestra vida y el humo de ese fuego es lo que somos”, escribía Benítez Reyes
Fue un dolor muy amplio el de Ana María Matute porque eran muchas las heridas que había dejado sin cerrar, pero cuando le cumplió su plazo, se le murió la vejez y volvió a resucitarle la niña que miraba el mundo con sus ojos. Y escribió “Olvidado Rey Gudú”, que es la reescritura definitiva del gran cuento que siempre estaba escribiendo desde pequeña. Cuando hacía una travesura a propósito para que la castigasen a ir al cuarto oscuro y allí poder fabular ambientes medievales con magníficos reinos, criaturas prodigiosas, inquietantes bosques y hechiceros. Los cuentos de Ana María Matute, como los grandes cuentos de siempre, explican el orden y el desorden del mundo, los conflictos internos del ser humano y la permanente lucha ante las acechantes adversidades, sin sortear, también como los grandes cuentos, la presencia de la crueldad. Ayudan a saber que la vida es una continua superación de pruebas y el galardón no es nunca para el cobarde.
Los cuentos de Ana María Matute y sus novelas, que también son cuentos en el mejor sentido de la palabra, merecieron muchos galardones, algunos bastante tardíos como el premio Cervantes.
Como Miguel Delibes, hubiera merecido el premio Nobel, pero, en cualquier caso, se llevó el mejor premio que un escritor pueda desear al final de su vida; murió escribiendo. Su novela póstuma “Demonios familiares”, será otro premio para sus lectores. Este cuento tiene un desenlace feliz.

4 respuestas a «Érase una vez, Ana María Matute»

  1. Hace días en algún medio capitaneado por un académico o maestro, no de la lengua aunque sí de la enseñanza, vecino cercano de esta plaza, con repudia para el ajusticiado, se criticaba el uso de la palabra cabreo. Pero creo que no por el significado en sí, sino por el sentido tal vez ofensivo o agresivo del término, en recintos y ademanes de enseñanza. Más aún para mi sorpresa, hay veces en que una situación se resume en una palabra que bien lo expresa, allí, entonces, en aquellos hechos a debatir y que no voy a contar, venía ni hecha a medida esa sola palabra: cabreo. Y quedó la plaza con ese ambientillo que viene a decir que el que la usa es un agresivo, insultador, o tal vez un bruto. Ay, si leyese aquellas sentencias aquel que fue nobel, Don Camilo, ¿qué diría?. Y Matute, ¿qué diría?.

    Y es que vivimos unos tiempos de la reflexión, de la flexibilidad, del buenísmo, de solidaridad, de abrir las fronteras, de todo el mundo es bueno, de Rousseau, de la meditación, de la languidez de las palabras, de no gritarle al niño de 25 años, de la autoayuda, de leer a Paolo Cohelo y a Gala. Y yo digo como dijo aquel político y escritor en aquel momento del Parlamento Aragonés, al que tomaron por borde, sí hombre, tal Labordeta, ¡y una ………! (dígase la palabra más escatológica de todas). Más lecturas de Nietzsche y Hobbes, que ellos cuentan como es la vida y el hombre. La realidad de la vida no es así de suave, como nos venden hoy parte de los enseñantes, hay espinas en el camino. La mejor enseñanza es la que enseña realidad, los caramelitos a los niños, los justos y en su momento. ¿O no, Lola?.

    Creo que no he leído nada de Matute, claro que yo he leído muy poco de todo. Por eso tal vez soy un polémico agresivo al que aún gusta usar la palabra cabreo si viene al caso, y si de eso está uno tan colmado que va a estallar, también admite la acepción cabreadísimo. Y eso no es violencia, eso es castellano, idioma castellano, eso es un estado de ánimo, precisamente el estado de ánimo antónimo u opuesto al que tengo justo ahora después de leer estas palabras de Lola sobre Matute.

    Iba a no decir nada aquí, donde se habla de Matute, ya que qué puedo decir si no la he leído. Más, no podía pasar por alto, o tal vez por ombliguismo mío, o tal vez porque aunque soy un medio analfabeto en literatura, la falta de Matute, me afecta en la medida en que me afecta todo lo que sea el amor por las palabras. Me ilusiona que deja su obra, y el futuro encuentro con algo de ella, me engrandará los ojos buscando qué me cuenta.

    Y de paso también, ya puestos, digo para nombrar a otra escritora catalana que se nos fue hace apenas un mes, Doña Mercedes Salisach, con 97 años. De Salisach sí leí algo, una especie de ensayo que hizo para su nieta porque esta le preguntaba sobre la literatura, sobre cómo escribir una novela o algo así. Recuerdo que el secreto de la novela, según ella, me asustó, en tres palabras lo resumía todo: trabajo, trabajo y trabajo. Me asustó porque soy un poco perrete para esto de tanto trabajo.

    Menos mal que no iba a decir nada, perdón por la brasa.

    Winspector, Lola, también Uds. afectan mi amor por las palabras. Gracias. Saludos.

  2. Trabajo, trabajo y trabajo. No hay otra consigna para conseguir cualquier cosa. Si queremos a los niños, se la tenemos que enseñar porque no hay más llave para el éxito ni para el futuro. Ni hay alegría más grande que los logros que se obtienen por el propio esfuerzo. No nos cortemos en exigirnos ni en exigirles lo que será su mayor satisfacción, lo que los va a hacer grandes y hará grande nuestro futuro!!!

  3. El halo de Jorge Manrique planeando sobre Ana María Matute, al final de su vida. «Cuán presto se va el placer / cómo, después de acordado, da dolor…» Pero ella saca renovadas fuerzas del angustioso final, no se sienta a esperarla, desesperada, al borde del camino, como tantos y acude a su mano esa transmisión del impulso nervioso, que se llamaba, en primero de Filosofía, al arte de la escritura, representado en un antiguo acertijo: «campo blanco, flores negras, un arado, cinco yeguas» es decir, la cuartilla, la tinta, la pluma, los dedos… Y la idea que se transmite, buscando el infinito…
    Oh, Quintiliano, tú lo que das a entender es: menos Platón – que ya habrá lugar, a su tiempo cada cosa – y más Prozac. Bueno, algo atenuado con la referencia a Mercedes Salisachs. Recuerdo que, hace unos cuarenta años, lei su obra Adagio Confidencial, finalista del Planeta. Un diálogo entre dos personas que casualmente se vuelven a encontrar, después de veinte años…Para uno ya ha pasado el doble de tiempo y podrían darse (todavía) algunas coincidencias entre la ficción y lo real…
    Un saludo, Lola, Quinti. Buenas noches

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