En un lugar de la Mancha, tan profundo donde aún se come morteruelo, atascaburras, ajoarriero y oreja de cerdo a la plancha –auténtica oreja de cerdo y no como esa artificial que se dice que venden ahora lo chinos de unos sospechosos gorrinos fosforescentes como esas vírgenes de repisa que cambiaban de color según estuviese el clima-, parece que desentone un museo tan moderno como el de arte abstracto que albergan dos de sus célebres casas colgadas, llamadas así por estar construidas como en suspenso de la ladera de un cerro. Y, sin embargo, todo cobra coherencia sobre el terreno. También esos platos de altísimo voltaje calórico, por cuya ingesta se hace más llevadero el esforzado periplo por la ciudadela medieval a la que se accede por continuas y empinadas cuestas y escalinatas; un ejercicio mayormente plausible con la ayuda energética de un buen morteruelo; paté tradicional conquense que se elabora con la grasa de la carne de caza, dando rubor a la cara y alas a los pies hasta coronar su objetivo. En este caso, el museo de arte abstracto que, bien mirado, casa divinamente con las casas que lo alojan. La delirante arquitectura de estas casas desafiantes al equilibrio cuadran con el delirio que son los cuadros de Tàpies y Saura y las esculturas de Chillida. Habiendo arte, quién necesita lógica.
No obstante, por lo general, los visitantes de este museo suelen mirar más hacia fuera que hacia dentro, fascinados por las vistas que abren sus amplios ventanales a las magnífica hoz del río Huécar. El arte abstracto sigue siendo ese gran incomprendido tanto por el ignorante atrevido que osa menospreciarlo, exclamando, “menuda patochada o eso lo hago yo” como por aquel otro no menos ignorante pero más prudente e inhibido que declara su entusiasmo ante la calidez, la fuerza o el dinamismo de cada obra, si bien lo que acaba de elogiar es una puerta del recinto que ha confundido con alguno de los montajes llamados “Sin título”.
En realidad, lo más figurativo que se puede ver en este museo son unos retratos que Antonio Saura hizo de Geraldine Chaplin y Brigitte Bardot, tras cuya ejecución, las divas, seguramente, le retiraron el saludo. De modo que el personal, abrumado de abstracción, opta por pasarse rápidamente a la exposición temporal de Caprichos y Disparates de Goya, esa punzante sátira de aberraciones humanas y vicios sociales, tan desgraciadamente inteligible por su gran vigencia actual. Luego está salir del museo y cruzar el puente de madera, suspenso en un magnífico abismo que hace concebir al melancólico viajero un suicidio de lo más sublime y romántico, si bien no antes de visitar el parador, impresionante convento del siglo XVI, en cuyo claustro es posible relajar el ánimo y el cuerpo con una copa vespertina. Alojarse allí no es demasiado prohibitivo, pero hay otras opciones mucho más económicas que satisfacen el deseo de dormir en un edificio histórico. En Cuenca, hay un montón de colegios, conventos y posadas antiquísimas que ofrecen habitaciones ajustadas hasta al más exiguo presupuesto. La experiencia conquense, en general, vale mucho y cuesta poco. Las tabernas del casco antiguo, más visitadas que la próxima catedral, única por gótica y anglonormanda, dan tapas generosas y gratuitas con la bebida y algunas de sus cuevas son selectos locales de copas baratísimas con terrazas asomadas a una impagable panorámica nocturna de la ciudad. Es una opción, después de pasear por el barrio del castillo y saludar a la estatua de Fray Luis de León que no era de León sino de Cuenca; una ciudad con injusta fama de anodina que, desde los miradores, se difumina mágica envuelta en la neblina.
Con un buen paraguas, no estorba tampoco la fina lluvia para hacer una excursión al día siguiente hasta el nacimiento del río Cuervo, bordeando una carretera flanqueada de bosques con las galas ocres y amarillas del otoño, entre nogales, olmos y cedros, que lleva a la cascada y a un manantial cuyas aguas lucen ahora un color verde tan intenso y sugestivo como el de los ojos que vio una leyenda de Bécquer al fondo de un lago. A la vuelta, en la aldea de Uña, cerca de la laguna, hay que parar en un asador donde el proverbial cordero al horno, da energías y entusiasmo para visitar la Ciudad Encantada; un parque natural en el que las esculturas son gigantescas rocas calizas que un día, bajo el mar, fueron el sedimento de esqueletos de animales prehistóricos, y ahora modeladas por el efecto milenario de soles, lluvias y viento, perfilan diversas apariencias en las que la vista del visitante puede concebir una furibunda lucha entre un cocodrilo y un elefante o los mismísimos amantes de Teruel, bien fantasmagóricos entre las brumas de la tarde lluviosa. De regreso, es de rigor parar en el ventano del diablo a contemplar otro de los más seductores abismos conquenses. Esta cueva que eligió Lucifer para celebrar sus satánicas orgías, respira al anochecer ese aire misterioso que no deja de hechizar al viajero durante todo su periplo. Sin duda, Cuenca es un destino singular del que siempre se regresa encantado.
Encantada de Cuenca
9
Nov
Mediante las narraciones estupendas de sus viajes, esta mujer tiene el don de provocar mucha envidia (y me temo que totalmente insana) a quienes también nos gusta viajar, pero que, por hache o por be, podemos hacerlo en contadas ocasiones. La odio.
Además hay ,en tiempos de escasez,que promover y disfrutar del turismo patrio que ofrece bellas sorpresas,el turismo extranjero lo sabe, y da trabajo.Aprovechemos para que a otros le aproveche
No me odies, jolines, Cuenca está a tiro de piedra y ya he dicho que es un viaje baratísimo. Te puedo dar direcciones de alojamiento y recomendaciones de comercios y bebercios que no escribo aquí por no hacer publicidad y ya verás que te montas un puente de lo más apañado. Un hueco tendrás ¿a que sí?
Claro, María, que fomento el turismo patrio por la cuenta que nos trae. Desde que empezó la crisis, decidí no viajar al extranjero, mientras me quedase alguna ciudad española sin visitar ¿Os parece que hagamos todos lo mismo?
Lo buscaré el año que viene, digo el hueco, porque lo que es éste,los tengo todos ocupados. Pero no lo veo tan a tiro de piedra, teniendo en cuenta que no nos gusta el coche a ninguno de la familia. Gracias por tus ofrecimientos. Ya te odio algo menos.