En Menorca el día empieza muy temprano. De hecho, el sol de esta isla es el más madrugador del país por su situación oriental. Merece la pena levantarse a contemplar el amanecer, cuando ya los lobos marinos, descendientes del pirata Barbarroja, han apurado su primer chupito de ginebra Xoriguer, aromática bebida espiritosa que se destila en la isla con las bayas de sus fragantes enebros. Desde la terraza de la Collingwood house, antiguo hogar del almirante inglés, Collingwood, es un lujo saludar este primerísimo sol de Mahón, después de haber dormido en la buhardilla del susodicho fantasma, envueltos en el histórico olor de las maderas nobles de sus sólidos muebles de época. La buhardilla y el resto de la mansión-museo del siglo XVII es ahora un hotel que aloja a viajeros soñadores, dispuestos a contagiarse del ritmo de las leyendas isleñas y sus ritos que incluyen ponerse en pie de madrugada para disfrutar de la mañana antes de que el mediodía haga la temperatura inclemente. A esa límpida hora, es un auténtico placer visitar el puerto de Mahón y su casco histórico de estilo colonial, que luce mejor a la luz del día. Otro casco histórico que no hay que perderse es el de Ciutadella, capital de la isla, pero su monumentalidad resulta más mágica de noche, perdiéndose por el laberinto de sus calles medievales hasta llegar al puerto para cenar en las terrazas de sus tabernas donde por el ambiente y la arquitectura, uno llega a pensar que está en Venecia, asomado a sus canales. También por el idioma italiano que es el que más se escucha en las conversaciones de los circundantes, pues son estos los turistas que predominan en esta época del año.
Pero si las noches combinan mejor con la elegancia de Ciutadella, a Mahón le sienta mejor la mañana, que es un buen momento para entrar a su mercado, alojado en un antiguo convento, y hacer algunas compras imprescindibles. Por el momento, proveerse de unas avarcas menorquinas, calzado cómodo de piel que se adapta como un guante a los pies de los viajeros para lo mucho que aún tendrán que caminar por superficies que excluyen los tacones. Luego, es del todo aconsejable comprar fruta fresca, el proverbial queso de Mahón –mejor el artesanal que el pasteurizado, que si bien cuesta el doble, es mucho más cremoso- y algunos embutidos del terreno. En la mayoría de las playas de la isla, reserva de la biósfera, no hay chiringuitos y su acceso requiere media hora de camino, por lo que se hace necesario llevar viandas y, en muchos casos, bebidas. Si bien hay hippies que se dedican en estas fechas a la venta ambulante de refrescos, sus horarios no son demasiado precisos ni frecuentes. No obstante, en la playa Sa Mesquida, muy cerca de Mahón, sí hay un italiano que vende cerveza y helados en su furgoneta.
Ésta es una de mis playas favoritas. Su arena es dorada y sus aguas cristalinas y en un montículo hay excavada una cueva con ventanas con vistas al mar. No obstante, pasa desapercibida en las guías a favor de otras calas, anunciadas como recónditas y salvajes. Sobre este hecho, urge hacer una apreciación. En agosto, son estas calas recónditas y salvajes las más superpobladas por los turistas que, desde el amanecer, compiten por hallar una plaza de parking en sus inmediaciones, de modo que, debido a la aglomeración, las aguas turquesas de buena mañana, adquieren sobre el mediodía un color azul oscuro casi negro. Y, sin embargo, otras menos reputadas e igualmente maravillosas, permanecen accesibles sin problema. De entre ellas, la cala Pregonda y la cala Tirant, ambas al norte. Otra sin salir del norte y afamada, aunque no tan transitada por requerir cuarenta y cinco minutos de camino, no disponer de servicios algunos y advertir en carteles continuamente de su difícil acceso, es la cala Pilar. Por lo que he comprobado, ni son tantos minutos de camino ni su acceso es difícil en absoluto y disfrutar de ella sólo depende de saber escoger la hora. Sobre las seis de la tarde es muy agradable recorrer las sendas entre pinares hasta llegar a sus arenas rojizas y sus roquedales. La cala Pilar es lo más parecido a Marte que conocemos, desde que conocemos Marte, pero mucho más animada. Por fortuna y, a estas horas, no hay tantas criaturas vivientes como en otras playas, pero queda aún un puñado a la espera de ver uno de los atardeceres más bellos de Menorca. El otro, para mi gusto, está en el puerto de Fornells, después de tomar en uno de sus merenderos una sabrosísima caldereta de langosta. Se ve la vida de color de rosa.
Al llegar la noche, una apuesta segura, como ya dije, es Ciutadella, pero existen otras opciones. Los pueblos interiores de Menorca están salpicados de fiestas en agosto. Hay uno de ellos muy pequeño, llamado Ferreries, que ahora prepara los festejos de su patrón, San Bartolomé. Estos preparativos incluyen coplas de ingenio en las que los lugareños ensartan respuestas tomando la última palabra de lo que ha cantado su compañero. El tono como quejumbroso, que recuerda a la canción napolitana, llena de paz esta noche de agosto con el poder de los instantes intemporales.
De Menorca, la isla de los soles madrugadores, traigo toda la calma preciosa de los lugares eternos.
P.D: Perdonad el retraso, acabo de llegar del viaje. Os contestaré a los últimos comentarios de la entrada anterior.
Os aseguro que la foto adjunta no miente, las aguas eran de mañana de este color y, por la tarde, verde esmeralda sin perder la transparencia, pero no hay foto que le haga justicia a los paisajes. Hay que verlos…
TE ODIO.
Una vez pasado el arrebato inicial, matizaré que no es exactamente que te odie, Lola, sino que te envidio por ese maravilloso viaje que tan bien narras y tan bien ilustras. Enhorabuena.
A Menorca sin escalas!…
Ya sabía yo que eso no era más que una expresión, cómo me vas a odiar…Con respecto a la envidia, aquí no tiene tampoco mucha cabida, ya que el viaje por lo barato, está a la altura de cualquiera y, más aún, si puede tomarse las vacaciones en septiembre, cuando allí se suavizan las temperaturas, bajan los precios y se van las multitudes; una delicia. Entonces ya Menorca es un paraíso del todo. Vamos yo con los ojos cerrados cambiaría esta semana de agosto por la misma en septiembre y sí pudiera ser todo el mes por el otro. Tiene que ser un lujo escoger las vacaciones en el mes más agradable del verano, pues el sol permite el baño pero no agobia, además de otras muchas ventajas que ya he dicho. Quien pueda, lo dicho, que se tome unos días de septiembre para ir a Menorca, ése sí que me va a dar a mí envidia.
Ahora sí, contesto los comentarios de la entrada anterior…
Estoy decepcionadísima, Lola. Yo que te hacía estos días de terral y bochorno por esas campiñas jiennenses y cordobesas, andando el arcén con sandalias de los chinos, que exudan más y huele peor el exudado, a golpe y grito de Sánchez Gordillo. Haciendo literatura imaginativa y espartana para luego deleitarnos por escrito cuando te relamas del mejor deber cumplido. Juro que así te vi en una imagen de carretera que a su vez se derretía y evaporaba. Y ahora resulta que andabas en Menorca de refresco en el salitre marino. Ya digo, decepcionadísima. Para mi consuelo, sé que otra vez será.