Retiraron el luminoso de Tío Pepe de la Puerta del Sol y se acabó la España de Antonio López, que fue la nuestra hasta ayer mismo. Sin el emblema espigado de sombrero cordobés, chaquetilla y guitarra, la plaza castiza pierde gran parte de su idiosincrasia para diluirse en la globalización anodina. España se desespañoliza, como temía Unamuno, perdiendo sus señas de identidad; sus símbolos más sagrados y cualquier rincón del país, invadido de franquicias, empieza a parecerse a un rincón cualquiera. Desde el mercado común a la moneda común; de los lugares pintorescos hemos pasado a los lugares comunes. Nuestro imperio donde nunca se puso el sol y aquel otro que caminaba hacia Dios se ha quedado en provincia. La Puerta del Sol, a oscuras de su “sol de Andalucía embotellado”, como todo el país, no es sino otra plaza de Europa, igual a cualquiera de ellas, intercambiable. Ya no somos diferentes, no somos nadie. Europa no nos rescata, nos rapta, nos invade y pasa por Madrid como no pudieron pasar en largos años las tropas esforzadas del caudillo. La europeización, sin prisa pero sin pausa, nos ha tomado de norte a sur, hasta hacerse en el seno de su propia capital con el propio quilómetro cero; lugar de referencia donde quedaban todos los paletos del país para no perderse en la inmensidad de la gran ciudad. Allí acudían, guiados por el faro luminoso de Tío Pepe, esos catetos entrañables de boina calada que venían de provincias, con sus maletas enormes atadas con cordeles y hasta su gallina, como ilustra la imagen de Paco Martínez Soria en alguna de sus películas de cine de barrio. Oliendo aún a campo, la vista admirada por la altura de los edificios, llegaban al olor de la recomendación de algún paisano pudiente, ya instalado y prosperado en la capital. Como mi tío Pepe, casi tan emblemático como el luminoso de Sol, quien, echando mano de sus influencias, iba colocando a todos los del pueblo en oficinas y ministerios. Según cuenta Javier Clavero, otro escritor de la familia, en su reciente novela, que reza de documento histórico. Ya no quedan catetos como los de antes ni apenas tíos que se llamen Pepe. Ahora los Pepes de toda la vida, quieren llamarse Jose, con el acento a la americana. La globalización no perdona; arrasa con nuestros nombres de pila y se lleva nuestros símbolos al desguace. El edificio que pintó Antonio López, coronado por la botella flamenca, anunciando el arranque de Gran Vía, ha sido ocupado por los impersonales despachos de la empresa Apple y el luminoso de Tío Pepe yace desmontado en la nave de un polígono industrial en la periferia de Madrid, mientras una plataforma de nostálgicos aboga porque se lo devuelva a su lugar de origen como objeto de interés artístico, pues ha dejado de ser publicidad para ser historia. Como los toros de Osborne que, por la persistencia de Bigas Luna, siguen vigilando las carreteras. Según decía el mismo Mukarovsky cualquier objeto que sea interpretado con intención estética, es arte. Y, en estas, sería imposible concebir el cuadro de Antonio López sin ese luminoso que, desde su mirada, rezuma de magia y de misterio. Como los desangelados moteles de Edward Hopper que ahora se exponen en el museo Thyssen de Madrid, con quien el pintor español comparte la misma capacidad de convertir lo más cotidiano en fascinante; de narrar lo inmediato, lo evidente con tal fuerza de transformarlo en un enigma, abriendo en el público lecturas tan múltiples que den pie a historias fantásticas en las que, sin duda, ni siquiera reparó el artista. Así un palacete de Hopper inspiró a Hitchcock el siniestro hotel de Psicosis y el Madrid de López a gran parte de la narrativa y cinematografía española. Si bien, ambos pintores pintaron lo que pintaron por mera casualidad o accidente. Hopper pintaba moteles por verse obligado a viajar constantemente y a una mujer sola que no era sino la suya, de quien nunca se separaba y López pintaba la Gran Vía desierta, porque trabajaba a primera hora de la mañana, cuando la luz y el tránsito le eran más cómodos. No obstante, sus obras han sido interpretadas como metáforas de la incomunicación en el mundo contemporáneo. Sin duda, porque es así, ya que cualquier obra de arte no termina de crearse hasta ser recibida por la mirada de un público que la transcienda con su imaginación e incluso contradiga la primera intención del autor.
Visito la exposición de Mari García, “Jeu de fille”, y pienso que su primera intención fue recrear el universo de Simone de Beauvoir en “La mujer rota” –a todas sus mujeres les falta un miembro- sin embargo, yo percibo en ella ese trasfondo oscuro de la falsa inocencia en el mundo infantil. Como un cuarto de juguetes, en apariencia inofensivo y apacible, en el que, a medida que te acercas, empiezas a sentirte asaltado por una profunda inquietud. Cualquier infancia es un desván algo siniestro cuya memoria nos condiciona hasta que intentamos ponerlo en orden. Así lo hizo Lewis Carroll en “Alicia en el país de las maravillas” y así lo hace Mari García con “Jeu de fille”. El subconsciente nos juega estas pasadas.
El rapto de Europa
14
Jun
A partir de ahora, tal vez sea mucho más llevadero el día si dejamos de medirlo con lo que ya no está. Esa botella de Tío Pepe, «con hechuras de bolero», cuyos tapones guardaban los niños, para cambiarlos por algún regalillo, será sustituida, como tantos otros productos de esta tierra, por algún icono que recuerde al Tío Sam. La globalización no da tregua. Es como matar el pasado con cada día que se apaga; mezcla de fantasmas y vida, donde el recuerdo es cada vez más turbio y difícil de rescatar, igual que esta patria nuestra, y la vida, aparentemente, menos pura.
No menos curiosa es aquella unanimidad de opinión, en personas que habían vivido (muchas viven todavía) los tiempos de penuria, a la hora de juzgar y comparar el pasado inmediato, (años cuarenta – cincuenta) con el presente, (a partir de los ochenta). Siempre, indefectiblemente, acababa en buenos recuerdos: «¡qué tiempos aquellos,…!» y cerraba, sin dudarlo un instante, en: «¡pero que no vuelvan…!»
Pues vaya hombre, siempre falla algo pa no estar nunca tranquilos y en paz, dicen ahora. Tanto tiempo mirándonos el omligo sin caer en la cuenta que una invasión silenciosa se adueñaba de nuestro tiempo y de nuestros días. Nos centrifugaba.
Que el concepto de patria no está reñido con el de libertad; que en Suiza, por ejemplo, jóvenes y mayores siempre brindan «pour la liberté et pour la patrie». Es una forma de quererse a uno mismo, brindándose a los demás, para no acabar igual que el famoso «bateau ivre» del poema, ese barco borracho que, ante el naufragio, es abandonado a su suerte por toda la tripulación. Sin embargo él, mientras se hundía ( gozoso y sin remisión) consideró que por primera vez, en su vida de «paquebot», era libre.
Esperemos que la intención de estos no sea la de liberarnos. Ainsi soit-il.
Saludos y buen finde para tod@s
Desde la Edad Media, decía Jorge Manrique, » Como, a nuestro parecer,cualquier tiempo pasado fue mejor». Pues la concepción del pasado nos lleva al terreno subjetivo del recuerdo, en el que se difuminan los aspectos negativos.
Tampoco fueron prósperos los tiempos del Tío Pepe, si no fue para gente como mi propio tío Pepe, pero lo cierto es que España seguía siendo diferente como rezaba el lema con el que Fraga desde su ministerio, promocionaba el turismo en las postrimerías franquistas. Justo antes de que dejásemos de ser diferentes, gracias precisamente a estas campañas que llenaron de bloques de cemento la pintoresca Costa del Sol.
Acabo de leer una novela de Alfredo Taján, «Pez espada», que recuerda la época de un Torremolinos glamuroso y cosmopolita allá por los sesenta que terminó engullendo la especulación inmobiliaria. Ayer estuve en Torremolinos y no me podía creer que algún día fuese el que describió Taján, no obstante, por lo dicho, existió y cómo, por más que sólo pueda ya recrearse tal lugar en la literatura.
Allí he estado viviendo una semana y me he quedado, de verdad, impresionada. Quién te ha visto y quién te ve, ni sombra de lo que eras…
Pero la españolización de la mano del fútbol resurge con las banderas rojigualdas colgadas en cada ventana, a falta de geranios. Qué explosión de fervor patriótico y qué deseo conjunto de ganar alguna batalla, cuando de tantas hemos salido derrotados. Por fin, una esperanza de victoria a la que agarrarse como a un clavo ardiendo. Lo que ganen los futbolistas nunca será nada en parangón a lo que nos hacen ganar ¿Cuánto vale una ilusión en estos tiempos?
El «Pez Espada» de Alfredo Taján se complementa bien con «Hijos de Torremolinos», de James A Michener, de 1971. Es el contrapunto inmediato a los sesenta, en cuyo transcurso convivimos entre conceptos tan dispares como «dictadura» «democracia orgánica» o «dictablanda», aunque la gente todavía andaba más preocupada en comer y salir adelante. Torremolinos, en los primeros setenta, era un compendio de policía permisiva – extensible a toda la zona costera española – bohemia anarquista, sin llegar a ser París, obviamente, donde se daban cita toda clase de aventureros, algunos jóvenes norteamericanos, huyendo de la llamada a filas en Vietnam (el título de canción – protesta más largo que he visto es: «C’era un ragazzo che come mè, amava i Beatles e i Rolling Stones», de Gianni Morandi; él que no dio nunca esa impresión contestataria y fíjate…) toxicómanos, estudiantes sin grandes pretensiones, casi todos guiris…Y por supuesto, expansión a lo bestia del «ladrillo», de lo que no faltarán testigos en muchos años.
http://www.youtube.com/watch?v=6aN9_l1_05E
Existe una calle en Málaga (Ovando) en memoria de nuestro ilustre poeta del Barroco, Juan Ovando Santarén, primero, ( al decir del no menos nuestro e ilustre catedrático, Cristóbal Cuevas) que tuvo una idea de «Costa del Sol» para el mar que baña las costas de Málaga y que gustaba de mezclar los versos en diferentes lenguas, algo tan querido de los petrarquistas. Pero, a diferencia de estos, su visión del Mediterráneo es menos tenebrosa: «De l’roso mare, dove il cuore mio / fluctuando se ve por ondas de oro…» Pues cómo hemos cambiado…
En cuanto al fútbol, como se suele decir, no queda otra que ganar o ganar. Y eso que todavía somos los actuales campeones del mundo y de la última Eurocopa. Cualquier otro puesto será perder a chorros y la ilusion se irá al garete. El consuelo vendrá, como siempre, de la mano y de la voz John Kincade, que, solidario él, sigue vendiendo » Dream Are Ten A Penny «desde los sesenta. De alguna forma, habrá que renacer del caos
Saludos
O sea, que Torremolinos era un caldo donde se cocían toda clase de intrigas nacionales e internacionales en total promiscuidad de ideologías y de sexos. Todo parecía valer allí hasta un candidato al trono de incógnito, don Juan. La verdad me parece fascinante. Nunca hubiera esperado algo así de ese lugar horterilla del que sólo recuerdo visitas fugaces de meriendas infantiles y luego alguna escapada de almuerzo en chiringuito.
Me temo que de aquellos tiempos, por razones cronológicas, sólo tengo conocimientos teóricos. No obstante, se me figuran fascinantes. Había ilusiones, esperanzas, ganas de experimentar y de luchar. Y de ganar algo más que la Eurocopa. O unas oposiciones, que fue el deseo que marcó a mi generación, infinitamente más aburrida con el post-desencanto a cuestas. La verdad es que hubiese dado cualquier cosa por militar de rebelde en aquellos sesenta-setenta. Aunque mejor que en Torremolinos, en París de la Francia «Il faut changer le monde», qué fe…
Gracias, Winspector, tus comentarios son todo un tesoro que se agradecen en tan romo panorama. Qué privilegio el de tu presencia por estos lares.
A mediados de los setenta hubo un paro general de varios días en la Enseñanza (nadie lo llamaba huelga entonces) de maestros y, si no recuerdo mal, consiguieron una subida de sueldo, lineal, que casi doblaba el que hasta entonces habían tenido. Aquello fue celebrado por todo el mundo, dado lo insólito del caso y marcó un punto de inflexión hacia un futuro prometedor. Pasar más hambre que un maestro o el «potaje docente», caso de matrimonio, empezaba a ser cosa del pasado. También despertó recelos y envidias en el resto de los trabajadores, que lo vieron como un privilegio. Pero lo importante es que existía esa inquietud en la gente joven, ese afán por cambiar el estado de cosas, cuyo inmediato precedente se había vivido en la vecina Francia…
Ahora, cuando ideológicamente nos hemos situado a nivel de tarifa plana, el cambio, «pour ainsi dire», es ya irrebatible. Son en estos momentos particularmente difíciles de la historia cuando deben aparecer los «claros del bosque» de M Zambrano en las conciencias de los que, muy pronto, serán el futuro, dicho sea siempre desde el respeto a la fe sincera del creyente o a la esperanza, guardada en el interior de un cofre que se supone a buen recaudo. Más que nada para que podamos seguir diciendo, con GK Chesterton, que hay algo que da esplendor a cuanto existe y es la esperanza de encontrar algo a la vuelta de la esquina. Será.
Muchas gracias a ti por privilegiarme, Lola. Diré entonces que ya solo me queda morir tranquilo. Venga, un saludo.